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Modelo neoutoritario, represión penal y derechos de los trabajadores. Editorial Revista de Derecho Social – Número 73
De una manera esquemática, se puede señalar que la gobernanza económica europea y las políticas de austeridad que la caracterizan han obligado a reconfigurar el marco constitucional del Estado social y a efectuar unas importantes reformas de las normas laborales aprovechando una extremada crisis de empleo en medio de una destrucción de empleo sin precedentes. Estas reformas han logrado una amplia devaluación salarial y una fuerte debilitación de las garantías del derecho al trabajo tanto en la dinámica del mismo como muy principalmente respecto del régimen del despido. Las medidas adoptadas no han logrado la famosa recuperación económica, por el contrario han sustituido empleo estable por temporal, han acentuado los procesos de precarización y de rotación del empleo entre el paro, el trabajo no declarado y el trabajo precario, y han degradado de forma muy incisiva el marco de la acción colectiva. Todo ello son hechos bien conocidos.
Con algo más de detalle, el principal efecto y el objetivo central de estas políticas de austeridad ha sido el de desmantelar las garantías estatales y colectivas del derecho del trabajo y reconfigurar en clave meramente asistencialista las estructuras de la Seguridad Social, impedir las inversiones y el gasto social de los servicios públicos de la enseñanza y la sanidad, entorpecer la actuación del Estado mediante la reducción de los efectivos de los empleados públicos y de sus salarios. La gobernanza económica se caracteriza además por su antisindicalidad, tan propia de la ideología neoliberal que la alimenta, degrada las garantías del trabajo como forma de disolver el poder y la presencia sindical, rompe la capacidad general de representación de sindicato al intentar entorpecer el derecho de negociación colectiva y reducir la tasa de cobertura de la misma, impide la capacidad de interlocución con el poder público y sepulta el diálogo social, además de finalmente reprimir la capacidad de presión y de intimidación que el sindicalismo posee a través principalmente de la huelga y del derecho de manifestación pública.
Pero lo más significativo –y quizá en lo que menos se ha reparado– es que han conseguido imponer una situación de excepción que justifica la emanación de normas de urgencia sobre la base de la excepcionalidad económica que deroga elementos esenciales de los derechos democráticos reconocidos con carácter fundamental en la Constitución española y en una serie de Tratados internacionales sobre derechos humanos que vinculan al Estado español. Esta situación de excepción no se materializa mediante un acto o decisión del Estado que declara formalmente tal alteración sustancial del sistema de derechos, sino que se produce de manera informal, por la vía de hecho, a través del forzamiento de los canales institucionales ordinarios –la utilización exorbitante de la legislación de urgencia en manos del gobierno, la suspensión permanente de los mecanismos de participación democrática y del diálogo social con los sindicatos, etc.– y se refuerza mediáticamente mediante el dominio tendencialmente completo de la información que conforma la opinión pública. Este proceso además ha sido plenamente convalidado en España, frente a lo sucedido en países y situaciones análogas, como Portugal e Italia, por un Tribunal Constitucional que ha compartido plenamente los objetivos del Gobierno y de los poderes económicos que lo sostienen.
Si se pudiera sintetizar, cabría decir que el modo de actuar de las fuerzas del privilegio económico en esta crisis ha sido el de degradar los mecanismos democráticos y su anclaje social mediante el empleo de una situación de excepción permanente que los vacía de contenido y anula su eficacia a la vez que los sustituye por elementos de tipo autoritario y antisocial que se quieren estabilizar como el nuevo cuadro de referencia político. La situación de excepción impide que funcionen los mecanismos garantistas de la democracia y fuerza de esta manera una transición a un modelo neoautoritario de relaciones laborales que se quiere afianzar de forma permanente, comprometiendo en este nuevo horizonte de sentido a las grandes fuerzas políticas europeas, de centro derecha y centro izquierda, que impulsan y aseguran la llamada gobernanza económica europea.
Naturalmente que estas iniciativas del poder económico-financiero y del poder político han sido contestadas mediante un largo y extenso ciclo de movilizaciones y de luchas que en España han tenido una permanencia notable, prácticamente desde el 2010 al 2014 de forma ininterrumpida, con diferentes tiempos y fases de la movilización en ese lapso de tiempo, que finalmente se reduce en el 2015 ante la traducción de estas luchas en las diferentes convocatorias electorales que se produjeron en España durante este período y el consecuente “tiempo de espera” ante el cambio político que se produciría en los ayuntamientos mediante las candidaturas ciudadanas y finalmente en el resultado electoral de las elecciones generales de diciembre del 2015, luego prolongado en los vericuetos de los intentos (fracasados) de formar gobierno en el primer semestre del 2016. Esta conflictividad consiguió erosionar de forma importante el plan neoliberal y las políticas que éste quería poner en práctica, acompañando la movilización de una inteligente defensa jurídica que logró numerosos éxitos, tanto contra la privatización de la sanidad en Madrid, como frente a conflictos laborales importantes, como el de Coca Cola o la huelga de limpieza de Madrid.
Es inevitable constatar que en estos cuatro años de gobierno del Partido Popular se ha construido un potente modelo neoautoritario de relaciones laborales que se ha correspondido con una importante degradación de las garantías democráticas, con la peculiaridad añadida al caso español de que este proceso de envilecimiento se ha visto acompañado de extensos fenómenos de corrupción prácticamente sistémica. Este modelo antisocial y autoritario requería en todo caso definir un proyecto preciso de desarticulación de las resistencias a su implantación. Por lo tanto necesitaba dotarse de un diseño represivo general que afectara a las libertades democráticas e impidiera su funcionalidad civil, desconectando y haciendo ineficaz el ejercicio de tales derechos que corresponden a una ciudadanía desigual. Es en efecto esa ciudadanía quien, a través de la expresión del disenso y del conflicto, reivindica un trato igualitario, el respeto al trabajo decente, la desmercantilización de las necesidades sociales. Es obvio señalar que el proyecto represivo no afectaba a la libertad de expresión o al derecho de manifestación de los beati possidentes ni a los estratos de población que no sufría negativamente las consecuencias de la crisis. Sólo estaba concebido para impedir la realización práctica de estos derechos como la forma en que las clases subalternas alzaban su voz y hacían patente su protesta y la necesidad de dar otra respuesta a la situación social, económica y política que padecían.
Las nuevas formas que adoptaba la resistencia social –escraches, “rodea el congreso”, “toma la calle”, mareas ciudadanas, flashmob, concentraciones convocadas por redes sociales– encontraron una actitud más garantista en el poder judicial que no consideró en su mayoría estos actos como delito, de forma que para su desarticulación ha sido precisa la creación de nuevos instrumentos represivos, que se apoyan esencialmente en la “inmunización” de la coerción policial respecto del control de los jueces y la virtualidad opresiva de la multa pecuniaria. Estos son los dos puntos sobre los que se basa el esquema represor de la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo de Seguridad Ciudadana, conocida como “Ley Mordaza”. Las consecuencias de esta nueva legislación comienzan a conocerse, y demuestran que las prevenciones que desde las organizaciones políticas y sociales se manifestaron ante este cuadro represivo, han resultado superadas por la propia realidad.
En cuanto a las formas clásicas de resistencia social, el rechazo del trabajo a través de la huelga, han sido objeto de una represión más articulada. Ante todo se han utilizado los mecanismos coercitivos pre-penales de forma intensa, en especial el que proviene de la agresión mediática, descalificando las convocatorias de huelga e incidiendo en algo que luego constituirá el leit motiv de la represión, el carácter coactivo e intimidatorio de los piquetes como única forma de lograr que los trabajadores no se incorporen al trabajo. En esa misma dirección, la huelga –especialmente las huelgas generales– se rodeaba de un impresionante despliegue policial en los centros emblemáticos, grandes fábricas, almacenes, y en general patrullando por las calles con toda su indumentaria de lucha (cascos, defensas, escudos, caballos). Aunque se puede afirmar que hay una cierta práctica en la pactación de los servicios mínimos en los servicios esenciales, es evidente que este es un instrumento efectivo en la amortiguación de los efectos de la huelga, si bien no consiguieron evitar la victoria de los huelguistas en los casos emblemáticos de las huelgas de limpieza en Madrid o en Alcorcón. En los conflictos fuertes de empresa, el empresariado ha recurrido frecuentemente a las prácticas de sustitución de huelguistas, desviando la producción a otras empresas para quebrantar la huelga, pero estas maniobras, demasiado frecuentes (Coca Cola, El Pais, etc.) han sido desmontadas por la doctrina judicial que las ha considerado actos lesivos del derecho de huelga.
Es decir, que los controles institucionales al ejercicio del derecho de huelga no habían conseguido disolver su eficacia en los distintos niveles en los que ésta se desarrollaba. Por eso se procedió a la utilización del instrumento represivo penal como elemento de disuasión masivo y como muestra ejemplarizante de las consecuencias que podía tener participar en una huelga a través de los piquetes de extensión de la misma. La acusación de coacciones durante la huelga quedó asociada a cualquier conflicto en el que habían tomado parte los piquetes, sin despreciar otros delitos como atentado a la autoridad o semejantes.
Este redescubrimiento del Código Penal tuvo lugar bajo el gobierno socialista, puesto que la petición de incriminación penal masiva a través del impulso de las acción por el Ministerio Fiscal arranca de la huelga general del 2010, y explica que su continuidad bajo el gobierno del PP como respuesta a las huelgas generales del 2012 y 2013, haya tenido el consenso de una “política de estado”. El Ministerio Fiscal, siguiendo las instrucciones del Gobierno de uno y otro partido turnante, impulsó acciones penales para más de 300 sindicalistas y activistas en la huelga, instrucción de las causas y finalmente, manteniendo en los primeros juicios celebrados, penas entre dos y cuatro años para los huelguistas. En estos procesos incoados, se detecta la importancia constitutiva del informe policial, que construye el hecho criminal, las coacciones y la intimidación, sobre la figura del piquete, con independencia de quien sea el autor material de estos hechos, indicados a posteriori mediante la identificación policial que siempre coincide con los dirigentes sindicales presentes en el conflicto. El juicio de los 8 de Airbus es emblemático a la hora de comprobar cómo determina la policía el hecho delictivo y la culpabilidad de los sujetos implicados, puesto que quedó claro en el mismo en función de las pruebas disponibles y de los testigos la evidente falsedad de los testimonios policiales y la arbitraria identificación de los sindicalistas en función de su posición representativa. Por otra parte, la actitud general de los jueces frente a este plan del Ministerio Público en la incriminación de los piquetes no generó la respuesta garantista que sin embargo se había producido –en general– respecto de las “nuevas” formas de lucha y la resistencia a los desahucios. La consideración en términos absolutos de la defensa del derecho a no hacer huelga de los esquiroles frente al derecho de huelga de los huelguistas se refuerza con consideraciones sobre la dignidad de las personas que sólo se predica del empresario o sus delegados y de los que rehúsan seguir la convocatoria de huelga y nunca de los huelguistas.
El juicio de los 8 de Airbus ha sido un ejemplo importante, un verdadero “caso” en el amplio proceso de incriminación en masa de sindicalistas y activistas. Ha permitido poner al descubierto el entramado de la imputación arbitraria y la provocación policial al conflicto, cargando contra el piquete no como forma de prevenir el conflicto, sino como la manera de provocarlo, y la sesgada identificación de los presuntos delincuentes, es decir, de los activistas que participan en el piquete de huelga. También ha sido un ejemplo de movilización sindical, que ha logrado romper el muro de silencio que sobre esta estrategia de disuasión y de amenaza se había consolidado en los medios de comunicación. Pero hay que recordar que hay en marcha todavía muchos procesos penales de sindicalistas y activistas sociales que están en la zona de penumbra ante la opinión pública y que posiblemente tengan una solidaridad más reducida por desconocimiento de la gente. El proceso de agitación en torno a los 8 de Airbus ha conseguido además que el propio PSOE, junto a Podemos y a IU, solicite la derogación del precepto penal, lo que es un paso adelante muy relevante, pero que el fracaso de la presente legislatura y la convocatoria de elecciones para el 26 de junio del 2016 hace que éstas peticiones decaigan y que tengan que ser aplazadas de nuevo hasta el nuevo panorama político que dicte el encuentro electoral de junio.
El debate sobre el modelo neoautoritario en las relaciones laborales debe lamentablemente seguir ocupando la reflexión en las páginas de esta Revista, ante la permanencia de las “reformas estructurales” que se han ido generando y aposentando en el último quinquenio. Pero ya más en concreto, la represión penal que ha sufrido el derecho de huelga en nuestro país, del que ha sido emblemático el caso de los 8 de Airbus, obliga a una consideración particular. En primer lugar, sobre este mismo proceso y sus resultados, para lo que en las páginas de debate de este número se cuenta con un análisis en profundidad de Juan Terradillos en el que además se plantean ciertas interrogantes sobre las propuestas de política del derecho en torno a este tema en el futuro. Además, hay que tener en cuenta que cualquier denuncia de esta estrategia del poder público para quebrar la capacidad de resistencia y de afirmación de un proyecto alternativo de sociedad o de defensa del empleo, debe incluir la constatación de los cinco años de control policial y de amenaza que para los procesados ha supuesto la participación activa en el piquete de huelga, que forma parte del contenido esencial del derecho de huelga y por tanto debe ser protegido como derecho fundamental de todas y todos los ciudadanos. Lo que por otra parte resulta ignorado en tantos fallos judiciales, para los cuales el piquete es tendencialmente un acto ilícito susceptible de sanción penal, sobre cuya actuación el Tribunal Constitucional en una muy reciente Sentencia ha añadido además la posibilidad de generar responsabilidad civil por daños al activista sindical que lo lidere.
Un tema por tanto muy importante para el debate, en un contexto europeo en el que abundan las iniciativas legislativas de todo tipo para restringir y limitar el ejercicio del derecho de huelga, desde Finlandia hasta la inminente ley británica. En última instancia, lo que está en juego es el planteamiento clásico de la función del derecho penal en un sistema democrático. ¿Cuáles son los márgenes dentro de los cuales la norma penal debe proteger los derechos colectivos fundamentales de los trabajadores y la libertad de expresión sindical y colectiva? Un problema importante en el desarrollo de un esquema democrático.