Los jueces, las reformas y los derechos ciudadanos. Editorial Revista de Derecho Social – Número 71

RDS 71Vista con una cierta distancia, la aplicación de las reformas laborales por los jueces ha suscitado una reacción muy agresiva por parte no sólo de las instancias políticas del Gobierno –con especial énfasis en el ministerio de empleo– sino también de las organizaciones empresariales, las estructuras de asesoramiento de las mismas concentradas en grandes estudios jurídicos en su mayoría dirigidos por profesores de derecho laboral, y una parte minoritaria de la doctrina laboralista, ligada a estos despachos o a puestos de corresponsabilidad gubernamental. Los motivos de esa reacción agresiva se suelen concentrar en dos grandes temas, la doctrina judicial sobre los despidos colectivos, en donde la declaración de nulidad de los mismos alcanza cotas muy elevadas, con casos especialmente emblemáticos y de gran resonancia social como el del ERE de Coca Cola, y el área de las relaciones colectivas, mediante la preservación de los poderes derivados de la autonomía colectiva en torno al problema de la ultra-actividad de los convenios. La acusación que pesa sobre la doctrina judicial mayoritaria –en especial sobre la Sala 4ª del Tribunal Supremo, pero también sobre la Sala de lo Social de la Audiencia Nacional– es la de partir de una lectura política e ideológica contraria a la reforma para subvertir sus propósitos legítimos, provocando por ello una indeseable seguridad jurídica. Por el contrario, estos mismos sectores ponderan de manera muy positiva la actuación del Tribunal Constitucional, que no solo ha considerado conforme a la constitución todos y cada uno de los textos normativos gubernamentales que se han sometido a su enjuiciamiento en materia laboral o de seguridad social, sino que ha puesto su alta autoridad al servicio pleno de las políticas de reforma emprendidas por el Gobierno del Partido Popular.

En este terreno se entrecruzan un discurso esencialmente teórico e interpretativo sobre la norma estatal y la definición que efectúa de los poderes empresariales y de la negociación colectiva, sus límites y las garantías de los derechos –en donde por tanto la elaboración doctrinal ocupa un lugar central– y la consideración del momento interpretativo llevado a cabo por los jueces como un espacio de lucha política que se percibe por parte del Gobierno y de los agentes económicos como un ámbito de poder en el que se debe afirmar el dominio y la autoridad, por encima y al margen de los límites que impone la institucionalidad democrática y la posición constitucionalmente garantizada de los jueces y magistrados. Este aspecto, que resulta muy preocupante para cualquier demócrata, es muy llamativo y funciona en torno a dos maneras de presionar a los jueces.

La primera consiste en descalificar a los jueces disidentes mediante declaraciones públicas de miembros relevantes del Gobierno que directamente achacan a las decisiones judiciales que no agradan, el carácter de fallos erróneos y dictados por condicionamientos ideológicos. Esta actuación se considera un elemento de insumisión a la voluntad popular expresada en la ley. Tales acusaciones normalmente se personalizan en magistrados o magistradas en concreto, no se habla del órgano judicial que las emitió, para poder así delimitar y “marcar” a los individuos personalmente. Esta fórmula de “señalamiento” personal de “jueces-antisistema” como los denomina cierta prensa, ha sido especialmente empleada en materia de libertades y de aplicación del derecho penal, pero es la fórmula ordinaria de presión oficial. Las opiniones de la “autoridad de Gobierno” son inmediatamente asumidas y amplificadas por los agentes más involucrados en este discurso, las asociaciones empresariales y los abogados de empresa que a su vez pretenden –sin demasiado éxito todavía– reorientar desde esta posición el discurso teórico y doctrinal que analiza las reformas laborales y sus implicaciones concretas.

De una forma más genérica, en el razonamiento subyacente a este ataque a los jueces por interpretar “de otra manera” la reforma laboral –o las normas penales, o en el futuro, la ley de seguridad ciudadana– se parte de una regla muy básica, la de que la norma debe ser interpretada tal y como el Gobierno desearía que se aplicase, es decir, de conformidad a la orientación política que la autoridad de Gobierno quería imprimir al regular las relaciones laborales. Es un pensamiento decisionista que hace abstracción de la complejidad técnica de la interpretación de un texto normativo –que además en el caso de la reforma laboral, contiene numerosas deficiencias técnicas y omisiones– y propone la supresión sistemática de la indeterminación y de la ambivalencia no sólo en la norma –lo que ha constituido siempre la fantasía del empresariado sobre la base de lograr la seguridad del cálculo mercantil en las prescripciones normativas– sino, lo que es más importante, en el intérprete.

Este discurso ha tenido eco hasta en algunos votos particulares de magistrados en minoría en la Sala 4ª del Tribunal Supremo en las sentencias más conocidas y reputadas. Según este hilo argumental, los magistrados no deben actuar conforme a un modo técnicamente competente, sino de acuerdo al valor ideológico que está inscrito en la norma y que interpreta la decisión del Gobierno al emanarla. Si no lo hacen así, actúan deslealmente en razón de un valor ideológico contrario al que la norma encarna y pierden por consecuencia su independencia. La independencia judicial, en un doble pensar orwelliano, se define como obediencia a los valores fundamentales de la cultura política definida en relación con las decisiones del Gobierno.

Pero no es sólo la presión y la descalificación de los jueces la forma en la que se aborda ese espacio de afirmación del dominio y de mando. La apropiación partidaria del CGPJ por parte del PP, dirigido por Carlos Lesmes, que ha ido conformando un grupo de magistrados del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional “firmes y decididos” en mantener esa línea, ha permitido construir en el cuerpo judicial un sistema de creencias y de recompensas en la medida en que sus componentes se sometan a la autoridad de los valores definidos como fundamentales, que no son los de la corporación judicial en su conjunto, sino los más específicos definidos por el grupo dirigente en relación con las decisiones y medidas del Gobierno. El ascenso y la promoción de magistrados a la Audiencia Nacional y al Tribunal Supremo se realiza, con independencia de la valía personal del candidato, mediante un juicio sobre la previsibilidad de su comportamiento respecto de los elementos centrales de las políticas del Gobierno, lo que significa en el supuesto del orden social, en la posición que mantienen sobre la reforma laboral. La última elección de magistrado del Tribunal Supremo por el quinto turno, respecto de profesionales de indudable prestigio, es muy significativa de esa “indicación” con validez plena sobre cualquier otra condición requerida como base de la selección del magistrado. Y en otros órdenes jurisdiccionales hay también recientes ejemplos clamorosos de este proceder.

En particular, la clave de bóveda de este diseño es el Tribunal Constitucional configurado como “garante último de la Constitución” y no como intérprete supremo de la misma, es decir, como una suerte de poder superior que se impone a todos los poderes del Estado –ejecutivo, legislativo y judicial– con única obediencia al Rey en cuyo nombre dicta las sentencias. Este Tribunal se ha configurado, contrariando su identidad y su práctica desde 1981, como un instrumento de convalidación y de ejecución de las decisiones de Gobierno, haciendo coincidir exactamente el programa de Gobierno con el marco constitucional, aunque sea a costa de cambiar las líneas de interpretación del mismo en aspectos centrales y de dar la espalda a los compromisos internacionales suscritos por España en tratados internacionales y declaraciones de derechos. Este celo en la asunción entusiasta de las decisiones de Gobierno como decisiones conformes con la Constitución, el TC español se ha separado de la actuación de los Tribunales Constitucionales de Portugal y de Italia, que afrontaban problemáticas muy semejantes.

El Tribunal Constitucional ha asumido el rol de guardián de las decisiones de la autoridad de Gobierno, que han reconfigurado el cuadro de derechos fundamentales en materia de relaciones laborales sobre la base de una excepcionalidad basada en la crisis, ni declarada ni concretada conceptual y temporalmente en cuanto a su duración. En una nueva vuelta de tuerca, y urgido por el problema muy definitorio de la incapacidad de gestionar las demandas de autonomía de la comunidad catalana, se convierte ahora con el mismo entusiasmo en ejecutor directo de las decisiones adoptadas por el Gobierno. La vía para desempeñar este nuevo papel –insólito en cualquier otra jurisdicción constitucional– ha sido también excepcional: una proposición de ley del grupo popular que se tramitará por el trámite de urgencia en lectura única, lo que evita que se pueda pronunciar el Consejo de Estado y el CGPJ, y que, como es conocido, prevé que el TC pueda multar o suspender a autoridades y funcionarios que no cumplan sus sentencias, lo que está directamente concebido –como de forma insensata han reconocido sus propios impulsores– para amenazar al Presidente de la Generalitat de Catalunya.

Frente a este estado de cosas, muchos hablan de “despolitizar” la justicia, y éste es un leit motiv repetido también por ciertos medios de comunicación y defendido por políticos y expertos, pero el discurso debería centrarse por el contrario en democratizar la justicia, y ello implica transformar la cultura de la jurisdicción no sólo mediante la apropiación partidaria del Gobierno de los jueces y la imposición del sistema de creencias y de recompensas (y castigos) correspondientes a la autoridad de los valores definidos como fundamentales por el grupo dirigente. Hay que ir más allá, eliminando el arquetipo burocrático tradicional, con la jerarquización interna y la subordinación a la cúspide, cooptada y controlada políticamente. Como señala en un reciente libro –extremadamente recomendable por cierto– Perfecto Andrés, la potestad jurisdiccional se confiere constitucionalmente, con igual dignidad y contenido, a todos los jueces para la resolución del caso. Es una facultad soberana que se encuentra sometida a la ley, es decir, a la forma compleja que engloba la Constitución, los derechos fundamentales y el ordenamiento jurídico, con especial atención a los tratados internacionales y el derecho europeo. La independencia judicial es funcional a la garantía de los derechos ciudadanos y el sistema judicial debería instaurar la igualdad entre los magistrados, que sólo se deben distinguir por la diversidad de sus funciones, en una estructura horizontal, deliberativa, sin subordinación a los poderes internos, lo que por otra parte significaría generar una cultura democrática y constitucional de la jurisdicción, requisito fundamental para el ejercicio libre de los derechos ciudadanos.

Junto a ello, la organización administrativa de la justicia y su propia configuración como servicio público ha sufrido un tremendo castigo a partir del 2010. Los recortes de presupuesto y la consideración economicista del proceso, con el traslado de los costes del mismo a los ciudadanos, han dañado de forma muy importante el derecho de éstos a la tutela judicial efectiva. Es importante en consecuencia volver a contemplar este ámbito como un servicio público de calidad, con importantes inversiones en material y en personal que evite el desastre y el colapso del orden jurisdiccional social donde se ha limitado severamente el derecho a obtener una resolución fundada en derecho y a recibir justicia, y por supuesto, proceder a un cambio legislativo que revierta la situación de degradación del derechos laborales y sociales que ha llevado a cabo la reforma laboral.

En cuanto al Tribunal Constitucional, el declive de su función tutelar de los derechos de los ciudadanos en un marco institucional en el que el trabajo ocupe un lugar político-democrático central, es muy preocupante. En la sección de debate de este número, se incorporan las intervenciones que realizaron Marcos Peña, Miguel Rodríguez Piñero y Fernando Valdés a la presentación del libro homenaje a María Emilia Casas que recoge un número muy amplio de autores que comentan y analizan la jurisprudencia constitucional correspondiente a la etapa de esta profesora como magistrada y presidenta del TC. Lo hacemos en paralelo a la sección de debate que tiene la revista Derecho de las Relaciones Laborales, donde también se reproducirán, de común acuerdo las direcciones de ambas revistas. Esos escritos no sólo ponen de manifiesto la distancia de la actual línea interpretativa de la doctrina constitucional respecto de la que ha supuesto su inmediato precedente durante doce años, sino que confirman que es posible comprender el sentido y la función de este órgano de manera más democrática, rompiendo su apego a un orden autoritario de Gobierno frente al cual la misión del TC parece ser la de dar argumentos de justificación derivados de la adaptación del marco constitucional a las decisiones del Gobierno y no a la inversa. La nueva deriva de la reforma del Tribunal por la proposición de ley del Partido Popular contribuirá no poco a una mayor deslegitimación del órgano. Que, recordemos, es extremadamente grave en la percepción sindical, en una buena parte de los agentes jurídicos, en las fuerzas políticas de progreso y en amplias capas de la ciudadanía. Otro asunto pendiente que el cambio político que se produzca en las próximas elecciones generales deberá abordar necesariamente.

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