La quiebra de los objetivos sociales de la Unión Europea. Editorial Revista de Derecho Social – Número 79

Es muy difícil en este tiempo mirar más allá de lo que constituye el asunto monotemático sobe el que giran noticias, intervenciones y opiniones en todos los medios de comunicación públicos y privados, que asoma al paisaje urbano mediante el parcheado de banderas que decora los edificios de nuestras ciudades y que integra el contenido de la mayoría de las conversaciones: la “cuestión catalana”. Esta concentración informativa obliga a mirar fuera de ella, ampliando el campo visual a otros fenómenos que son decisivos para la consideración de los derechos derivados del trabajo. Y en esa dirección, la referencia a Europa es obligada.

Como se sabe, el derecho del trabajo de esta década del siglo se va progresivamente homogeneizando sobre las bases de unas líneas directivas que deterioran los fundamentos constitucionales que han dado forma asimismo a las declaraciones de derechos que dan sentido al modelo social europeo. La remercantilización del trabajo, su consideración como coste económico que debe ser reducido como base para el despliegue de la libertad de empresa, y la progresiva puesta en cuestión de la función representativa de los sindicatos, son elementos comunes que se han ido plasmando sucesivamente en las reformas laborales que se han implantado a partir del 2010 en varios países europeos, y que siguen su curso, últimamente con la última reforma en Francia del gobierno Macron. La llamada estabilidad presupuestaria y la regla del gasto público lo hace derivar al pago de la deuda incluso, como se ha visto dramáticamente en el caso del Ayuntamiento de Madrid intervenido por el ministro de economía, cuando la buena gestión de las administraciones comunales produce superávit en las cuentas públicas. La reforma del art. 135 de nuestra Constitución supone una contracción del estado social que precisamente en tiempos de crisis debería reforzar sus objetivos de garantizar la protección frente a situaciones de necesidad y riesgo social de amplias capas de población y de los grupos vulnerables de la misma, y es por el contrario utilizado por el poder público como un elemento de desestabilización del Sistema de Seguridad Social.

El despliegue de los mecanismos de estabilidad financiera y la estricta condicionalidad política de éstos, imponiendo reformas estructurales de las legislaciones laborales en ordenamientos caracterizados por un amplio reconocimiento constitucional de los derechos sociales, ha producido una fuerte deslegitimación de la idea europea, que lamentablemente no sólo ha generado unos movimientos de contestación democrática de la gobernanza y sus políticas, que han cuestionado la austeridad y propugnan como única salida reforzar el componente democrático y social de Europa. Por desgracia estas posiciones tienen escasa presencia institucional y no han permeado suficientemente a la opinión pública europea, aunque sean convergentes con las posiciones sindicales mayoritarias.

Por el contrario, las reacciones más significativas son las que entienden que la política correcta tras la crisis es la de proteger el propio mercado laboral frente a los “extranjeros” que presionan a la baja los salarios y utilizan los servicios del estado social, incrementando su gasto y forzando la reducción de sus prestaciones. Este es el argumento que alegan opciones políticas antieuropeas que comparten capas importantes de trabajadoras y trabajadores de diferentes países europeos, como ha puesto de manifiesto el Brexit en Gran Bretaña o las políticas del grupo de Visegrado –Polonia, Hungría, República Checa y Eslovaquia– para no aceptar refugiados e impulsar de manera cada vez más fuerte decisiones nacionalistas que chocan con los principios democráticos básicos de la comunidad de naciones de Europa.

Es en este contexto en el que se ha producido una débil reacción institucional europea que se ha concretado en la elaboración de un documento que pone en valor “el pilar social europeo” como una forma de reivindicar los “objetivos sociales” de la Unión. Tras abrir un período de discusión pública en el que participaron tanto actores sociales y económicos como profesionales de diferentes países como las principales instituciones europeas, señaladamente el Parlamento en una muy interesante resolución de 19 de enero de 2017, el documento resultante se presentará para su aprobación para la cumbre de Gotemburgo del 17 de noviembre del 2017.

El documento es sin embargo muy decepcionante. Consiste en una reafirmación y ordenación de una parte de los derechos vigentes en la UE, pero su presentación no pretende constituirse en un texto normativo, ni en un programa de acción de la comisión. Por el contrario, se trata de una serie de principios enunciados de manera muy genérica y dirigidos más bien a los respectivos estados nacionales como una suerte de recordatorio de los elementos que deben caracterizar las diferentes regulaciones laborales y de Seguridad Social en cada uno de estos, con la suficiente genericidad como para permitir distintos modelos de recepción de estos elementos. El Pilar social se estructura en tres grandes apartados, el primero relativo a la igualdad de oportunidades y el acceso al mercado de trabajo, en donde los elementos del sistema educativo y los principios de igualdad de oportunidades son centrales, el segundo sobre las “condiciones de trabajo justas”, que incluye recomendaciones sobre un “empleo seguro y adaptable”, salarios y su fijación por la vía de negociación colectiva, compatible con la institución de un salario mínimo, el diálogo social y la participación en la empresa junto con la salud laboral y el equilibrio entre la vida profesional y la privada. Por último, la tercera parte de este pilar social se refiere a la protección y a la inclusión social, que incluye la protección social, las prestaciones por vejez y desempleo, la existencia de una renta mínima, el derecho a la sanidad y a los cuidados de larga duración y la tutela de las personas discapacitadas, al lado del derecho a la vivienda y la asistencia a personas sin hogar y el acceso a los servicios esenciales de “alta calidad”, como el agua, la energía, saneamiento, transporte, finanzas y comunicaciones digitales.

En este mismo número, en la sección de debate, Joaquín Aparicio reflexiona sobre la escasa virtualidad que este texto puede alcanzar frente a la tupida red de compromisos y de acciones que han ido segregándose en torno a la gobernanza económica europea, con consecuencias muy negativas sobre el contenido y la garantía de los derechos laborales, individuales y colectivos, en la UE. Tampoco la Confederación Europea de Sindicatos ha considerado suficiente esta iniciativa. La CES, en su reunión de 25 de octubre, enuncia categóricamente que la UE vive una crisis fundamental y que la solidaridad europea está en peligro. Aunque entiende que la presentación del documento de la Comisión “debería constituir una oportunidad para girar la balanza en favor de una Europa más social”, en esa dirección, la ejecutiva de la CES ha decidido presentar ante la Cumbre de
Gotemburgo del 17 de noviembre una propuesta muy interesante sobre la adopción de un “Protocolo Social Europeo”. Éste consta de tres puntos fundamentales, el primero afirma el reequilibrio de derechos fundamentales y libertades económicas, que la jurisprudencia Viking y Laval alteró de manera incorrecta. El Protocolo incorpora la reiterada petición de la CES sobre la “cláusula social”, según la cual las libertades económicas no pueden tener prioridad sobre los derechos fundamentales (en especial negociación colectiva y huelga), lo que es funcional a una actuación sindical libre en el espacio transnacional europeo. En segundo lugar, el texto pretende redefinir las nociones de “progreso social” y “economía social de mercado” en relación con los derechos fundamentales, de manera que cuando hablemos de economía social de mercado nos estemos refiriendo a un crecimiento económico sostenible con derechos laborales y sociales sólidos. Por último, la CES exige el establecimiento de una cláusula de salvaguarda de la autonomía de los interlocutores sociales que permita reforzar la posición de éstos para garantizar la trasposición y aplicación efectiva de los acuerdos interprofesionales y los acuerdos sectoriales europeos.

Porque la situación en Europa es, desde el punto de vista laboral, muy preocupante. Como señala la Resolución del Parlamento Europeo, de 4 de julio de 2017, sobre las condiciones laborales y el empleo precario (2016/2221(INI)), hay tres datos muy significativos en el actual panorama de las relaciones laborales. El primero, la disminución progresiva de las formas típicas de empleo –el contrato por tiempo indefinido y a jornada completa– y el avance correlativo de las formas atípicas, temporales y a tiempo parcial. El porcentaje actual se establece en torno al 60/40% en el total europeo, pero con tendencia a la disminución del empleo estable. El segundo hace referencia a las consecuencias negativas que el empleo “atípico” produce sobre la vida de las personas en materia de reducción de renta, dificultad para compatibilizar la vida personal y el trabajo, y, en fin, exclusión y degradación de la protección de los Sistemas de Seguridad Social. El tercer punto es el de considerar que las nuevas formas de empleo que están surgiendo, sobre todo en el marco de la digitalización y las nuevas tecnologías, están desdibujando los límites entre el empleo por cuenta ajena y el empleo autónomo, lo que puede ocasionar una degradación de la calidad del empleo.

Estas tres consideraciones preliminares son verificadas por los estudios e informes con los que se cuenta, a lo que hay que añadir que la recuperación del empleo que se ha producido tras la crisis y las políticas de austeridad se ha efectuado mediante la creación de un empleo frágil y precario, que por otra parte transforma la relación entre el empleador y el empleado, o, simultáneamente, cambia las pautas “ordinarias” de trabajo y de organización del trabajo, lo que puede dar lugar a “un incremento del trabajo autónomo ficticio, a un deterioro de las condiciones de trabajo y a una reducción de la protección de la seguridad social”. Todo ello conduce a atender especialmente a la calidad del empleo creado, porque esta debe ser la clave que oriente las políticas sociales tanto de la Unión como de los Estados miembros. Ello quiere decir que el trabajo no declarado y el trabajo precario tienen necesariamente que ser considerados un efecto indeseable de la regulación del llamado mercado laboral, mientras que ésta debe promover contra lo que actualmente sucede en la mayoría de los países, el empleo típico, entendiendo por tal “el empleo a tiempo completo y el empleo a tiempo parcial regular y voluntario con arreglo a contratos por tiempo indefinido”, que por otra parte posibilita un vínculo de representación colectiva y sindical estable, lo que constituye otro valor político y democrático fundamental en el modelo social europeo. Otra orientación de las políticas de empleo es equivocada, induce la desigualdad salarial y en general implica discriminaciones importantes en razón del género y de la edad.

Para la resolución del Parlamento Europeo, “la flexibilidad en el mercado laboral no consiste en reducir los derechos de los trabajadores a cambio de productividad y competitividad”, lo que tiene una aplicación inmediata en nuestro entorno. En general, la idea que debe regir en este tema es la de hacer realidad la noción básica de trabajo decente tal como ha sido exhaustivamente formulada por la OIT. En ese concepto se resume la lucha contra la precariedad en el trabajo y la incorrección de las formas atípicas entendidas como fórmulas degradatorias de derechos laborales básicos.

La importancia del dato normativo en este sentido es determinante. Un elemento clarificador es el del propio concepto de trabajador: “el uso por parte de la Comisión y de los Estados miembros del concepto de la OIT de «trabajador» en lugar del concepto de «empleado», definido en términos más estrictos, podría contribuir a una mejor aplicación y comprensión de los principios y derechos fundamentales en el ámbito laboral”. En ese contexto, la Resolución pide en primer lugar a los Estados miembros que legislen sobre la existencia de una relación laboral acogiendo los estándares fijados por la OIT en la mencionada Resolución 198 de 2006, y acuña algunas indicaciones extraordinariamente importantes en orden a definir la precariedad laboral, que no sólo depende del tipo de contrato, sino de otras variables, como la insuficiente representación sindical o colectiva, la inexistencia de promoción, la ausencia de protección en orden a la salud laboral, los bajos salarios y en general la escasa tutela en la extinción de la relación. El resultado es una batería de propuestas entre las que destacan las encaminadas a la Comisión europea y a los Estados miembros “para que actúen contra el empleo precario, incluido el trabajo no declarado y el trabajo autónomo ficticio, a fin de garantizar que todos los tipos de contratos de trabajo ofrezcan condiciones de trabajo dignas con una cobertura adecuada de seguridad social, en consonancia con el Programa de Trabajo Decente de la OIT, el artículo 9 del TFUE, la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión y la Carta Social Europea”, y que, coherentemente, luchen “contra todas las prácticas que puedan abocar a un aumento del empleo precario, contribuyendo de este modo al objetivo de Europa 2020 de reducir la pobreza”, aumentando a su vez “la calidad del empleo en los trabajos atípicos aportando, como mínimo, un conjunto de normas mínimas en lo que respecta a la protección social, los niveles mínimos de salario y el acceso a la formación y el desarrollo”, y este propósito tiene necesariamente que recogerse en las normas sobre Seguridad social.

Un apartado específico se dedica a las nuevas formas de empleo creadas por la digitalización, en dos direcciones que sin embargo carecen de la fuerza que se ha dado a las peticiones anteriores. De un lado, el Parlamento europeo “pide a la Comisión que evalúe las nuevas formas de empleo derivadas de la digitalización, en especial, una evaluación de la situación jurídica de los intermediarios del mercado laboral y las plataformas en línea, y de su responsabilidad; y que, de acuerdo con las instrucciones del Pilar Social Europeo, se revise la Directiva 91/533/CEE del Consejo, de 14 de octubre de 1991, relativa a la obligación del empresario de informar al trabajador acerca de las condiciones aplicables al contrato de trabajo o a la relación laboral (Directiva sobre la información por escrito) para tener en cuenta las nuevas formas de empleo”. De otro, valora positivamente la creación de empleo a través de la economía colaborativa, pero pide a la Comisión Europea y a los Estados miembros “que evalúen posibles nuevas normas de empleo creadas por la economía colaborativa; recalca con firmeza la necesidad de una mayor protección de los trabajadores en este sector, reforzando la transparencia en relación con su situación jurídica, la información que se les facilita y la no discriminación”.

Junto a esta situación nada halagüeña en relación con la calidad del empleo y el objetivo del trabajo decente, los datos que se tienen sobre los salarios son asimismo preocupantes. En efecto, en Europa la institución del salario mínimo ha sido revalorizada paradójicamente por la crisis de la negociación colectiva, al reducirse la tasa de cobertura de la misma y por tanto aumentar el número de trabajadores cuyos salarios no estaban regulados por el convenio colectivo. En otros países, como en Francia, España o Portugal, constituye un elemento importante en la determinación de un suelo de contratación con efectos sobre la propia negociación colectiva. En la discusión sobre el pilar social europeo, se llegó a proponer por el Presidente Juncker que cada Estado miembro de la UE instituyera, si no lo había hecho ya, un salario mínimo, cuestión que sin embargo no ha aparecido en el texto de la Comisión de esa forma enunciada aunque si con la fuerza asertiva que da el tiempo del futuro imperfecto, al establecer el punto 6.b que “deberá garantizarse un salario mínimo adecuado que permita satisfacer las necesidades del trabajador y su familia en función de las condiciones económicas y sociales y que al mismo tiempo salvaguarde el empleo y los incentivos para buscar trabajo”, prescripción esta última que pretende salvar el parecer contrario al salario mínimo como institución contraria a la flexibilidad salarial que demanda el mercado.

En enero del 2017, de los 28 países de la UE, 22 tienen un salario mínimo fijado legal o reglamentariamente. Los seis países que no lo incorporan a su sistema jurídico laboral se basan en el mínimo convencional que fijan, en cada rama de producción, los respectivos convenios colectivos, normalmente de ámbito estatal. Se trata de los tres países escandinavos –Dinamarca, Suecia y Finlandia– junto a Austria, Italia y Chipre, El resto por el contrario tienen regulado este mínimo como base de la contratación laboral.

Como es previsible, el montante de estos salarios mínimos varía de manera muy significativa en los diferentes países de la Unión. Aunque la gran mayoría de los Estados lo fijan mensualmente, otros –los menos, Irlanda, Gran Bretaña y Alemania– lo determinan por hora o incluso alguno por semana, como Malta. Las diferencias más significativas se dan en su cuantía. Mientras que en Gran Bretaña o en Alemania el salario/hora oscila en torno a los nueve euros (8,80 y 9,25 en Irlanda), y el salario mínimo mensual de Bélgica, Holanda o Francia se sitúa en torno a los 1.500 €, (1.531, 1.551 y 1.480 respectivamente), en los países del este el salario mínimo es inferior a 500 € al mes (235 y 322 € respectivamente en Bulgaria y en Rumania, en torno a los 400 € Croacia, Estonia, Letonia, Lituania Hungría, Eslovaquia y Polonia). El siguiente grupo de salarios mínimos bajos está formado por Malta, Eslovenia, Portugal, Grecia y España, que va desde cerca de 600 € en Portugal y Grecia (557 y 586 € respectivamente) a los 700 españoles y 800 eslovenos. Hay por tanto tres líneas que sitúan las diferencias importantes entre los diferentes ordenamientos, de forma que la mayoría de los países centrales de la UE –con Italia– tienen salarios mínimos por encima de 1.000 euros, y los otros dos grupos marcan muy claramente el diferencial salarial que posibilita el dumping social.

En la crisis sin embargo, se han producido importantes subidas en porcentaje del salario mínimo. Más importante es calcular el incremento del salario mínimo como salario real. Y allí las cosas son aún más evidentes, al tomar en consideración la carestía de la vida, el nivel de precios al consumo, en relación con el aumento del salario mínimo nominal. Salvo en los países del Este, donde el incremento salarial se ha correspondido con un aumento real –desde el 84% en Bulgaria o el 70% en Rumania al 23% en Estonia– en otros países del centro y del sur europeos los mínimos salariales han decrecido: un 0,7% en Holanda, un 4,3% en Bélgica, pero un 24% en Grecia, donde el salario mínimo lleva congelado desde el 2010. Inglaterra e Irlanda muestran sin embargo un crecimiento real del 4 y 3% respectivamente, y Portugal en un 4,3%. En España, donde se ha producido “el mayor incremento del salario mínimo desde los años 70”, como rotuló en su momento un diario de régimen, el aumento real del mismo se reduce a un 1,1%, por debajo del 1,3% de Francia.

Estos datos son significativos no sólo porque provienen de Eurostat y por tanto no se trata de un organismo de clase, sino más bien lo contrario, sino porque pone de relieve la situación de los salarios en España como un elemento central de preocupación sindical y colectiva. El ajuste en España se ha hecho a la vez desde el empleo –despidos, desempleo de masa– y desde la degradación salarial. Cada vez el trabajo de todas y todos se retribuye peor y en menor medida, ajustando por tanto el valor del mismo en niveles que permiten una rápida recomposición del beneficio. El trabajo no cualificado se instala en muchas ocasiones en el espacio de lo sumergido y no declarado, aumentan las zonas deslaboralizadas que liberan al empleador de las contribuciones a la Seguridad Social, el trabajo cualificado y cognitivo de los jóvenes se remunera con salarios extremadamente reducidos, y el empleo público permanece desde el 2010 en una zona de atraso salarial y de reducción de empleo que parece definitiva. En ese contexto, por tanto, seguir utilizando el discurso de la moderación salarial como forma de mantenimiento del empleo es un sarcasmo.

En general la segmentación laboral no solo conduce a la precariedad y a los bajos salarios sino que genera la ruptura de la solidaridad entre los trabajadores y a la estabilización de amplios espacios de desigualdad. En la dimensión europea además –y como subraya el documento de la CES– esta situación es alentada mediante los fenómenos de desplazamiento de trabajadores y de prestación de servicios transnacionales que promueven fenómenos de dumping social sobre la base del diferencial salarial entre los distintos países que conforman la UE y que hemos visto que son muy grandes, así como las consecuentes deslocalizaciones amparadas por la libertad de establecimiento y de forma muy intensa por la libertad de prestación de servicios, sin que el “núcleo duro” de protección mínima que establece la Directiva 96/71 , fijada especialmente en la cuantía mínima salarial, haya podido contrarrestar ese impulso a la desigualdad.

La situación es por tanto grave, pero la Comisión parece paralizada y sin capacidad política para impulsar un cambio realmente activo e importante en esta materia. Los objetivos sociales de la Unión están, ciertamente, en peligro. Lo que viene a significar que también lo está el propio proyecto europeo.