Entrevista a Umberto Romagnoli

Hasta el 2009, Umberto Romagnoli fue profesor de Derecho del trabajo en la Universidad de Bolonia. En 1987 fundó la revista trimestral Lavoro e diritto (Mulino). La Universidad de Castilla-La Mancha en 1996, la Universidad de Buenos Aires en 2004, y en 2006, la Universidad Pontificia Católica del Perú lo invistieron como doctor honoris causa. Una primera selección de sus escritos menores se publicó en 1974 con el título Lavoratori e sindacati tra vecchio e nuovo diritto (Mulino) y una segunda antología, Trabajadores y sindicato, se editó en el 2006 (GPS-Madrid). Uno de sus numerosos ensayos monográficos –Il lavoro in Italia. Un giurista racconta (Mulino, 1995; reeditado en 2001)– en 1997 entró a formar parte de la colección del CES español bajo el título El derecho, el trabajo y la historia. De entre sus ensayos recientes cabe destacar Giuristi del lavoro. Percorsi italiani di politica del diritto, Donzelli, 2008.

AB y JA: De todo tu trabajo teórico, nosotros destacaríamos tu capacidad por construir la memoria del derecho del trabajo y de su autonomía cultural a través de una serie de estudios histórico-jurídicos extraordinariamente sugerentes que proponen un recorrido guiado por la forma de regulación del trabajo dependiente y de las políticas del derecho subyacentes. Se trata de verdaderas narraciones – el subtítulo de la monografía “Il Lavoro in Italia” es precisamente éste, un giurista racconta sobre la producción teórica de los juristas que implica un autoconocimiento de la identidad del derecho del trabajo, que en otras ocasiones se expresa a partir de la reformulación de la obra de algún jurista, como los “medallones” que constituyen la segunda parte del impresionante “Giuristi del Lavoro. Percorsi italiani di política del diritto”. ¿Cuál crees que es el valor que tiene es ta línea de investigación en un momento en el que los juristas del trabajo suelen dedicar su tiempo casi en exclusiva a la glosa de los proyectos legislativos de reforma, los boletines oficiales y los fallos jurisprudenciales?

Mucha gente comparte la sensación de que una especie de pensamiento único trasnacional quiera hacer del pasado del derecho del trabajo su futuro. Por eso, mi persistente empeño de investigación a través de las coordenadas que habéis sintetizado tiene el objetivo de dar un mayor respiro político-cultural al intento de romper el cerco que está sofocando al derecho del trabajo para restituirle, con los medios de los que dispone un jurista, la identidad que le ha conferido su historia. Una historia más doctrinal que legislativa y más jurisprudencial que doctrinal. Es decir, una historia que, en efecto lo ha homologado a un instrumento de regulación con las inconfundibles características del common law, aunque constituye parte integrante del ordenamiento jurídico vigente en un país de civil law. Es significativo, por ejemplo, que la primera ley italiana en materia de trabajo (de 1983) de hecho no introdujese innovaciones de derecho substanciales. Esa ley se preocupaba exclusivamente de diseñar una vía procesal ante una jurisdicción especial encargada por el Estado para resolver las controversias entre “el obrero y el industrial”: la jurisdicción era especial porque su ius dicere era, al mismo tiempo, un ius dare.

Lo problemático del contexto descrito explica por qué se ha considerado necesario reconstruir la memoria de la clase profesional que, aún siendo políticamente irresponsable, ha desarrollado en el arco del siglo XX la labor de alta responsabilidad política de prefigurar e implementar el complejo de las reglas del intercambio entre trabajo subordinado y retribución.

El objetivo tiene sentido porque solamente reconstruyendo la memoria colectiva de los profesionales de la justicia que ocupan la invisible cabina de dirección que gobierna y preside la evolución del derecho vivo se les procura las condiciones ideales para actuar con plena conciencia del impacto de sus operaciones conceptuales destinadas a traducirse en proyectos de sentencia o incluso de ley.

Las más remotas generaciones de juristas no podían encontrarse realmente en unas condiciones de ese tipo; un poco porque habían interiorizado la lección del jurispositivismo, un poco porque tenían predilección por el formalismo jurídico y un poco también porque sólo podían presagiar que aquella insula in flumine nata que era el contrato de trabajo asalariado que los códigos liberales ignoraban se habría convertido en un desmesurado teatro de conflictos.

Testigos oculares del despegue industrial, vivían al borde de un volcán en erupción sin darse cuenta; o, sí, de algún modo se dieron cuenta, pero se anestesiaron para no oír los gruñidos que salían de las vísceras de la tierra anunciando violentos movimientos que les habrían cambiado la cara. Es cierto que entraron en el s. XX a tontas y a locas, pero esta no es una buena razón para imitarlos entrando en el nuevo milenio.

Como Eva, también el derecho del trabajo nace de la costilla de su pareja: el derecho de la burguesía glorificado por los códigos del siglo XVIII que, siendo los códigos del tener y no aún del hacer, privilegian el instituto de la propiedad. Es un derecho burgués justamente porque no le importa nada que el trabajo subordinado prestado en la ejecución de una relación contractual entre sujetos (sólo) formalmente libres e iguales sea hijo del capitalismo industrial y, como tal, deba crecer en un rígido régimen patriarcal. Ahora, de hecho, llamamos del trabajo a un derecho que es, al mismo tiempo, sobre el trabajo. Emancipa y a la vez reprime, porque no es del trabajo sino en la medida en que es compatible con la naturaleza de cláusula de su formación histórica y con el metabolizarse del vínculo al cual el trabajo subordinado, saliendo de la informalidad de lo prejurídico, ha adquirido la facultad de tomar la palabra: el vínculo consiste en la obligación de usarla con discreción y, por lo tanto, en la prohibición de alzar demasiado la voz.

Ahora bien, generaciones enteras de profesionales de la justicia han elaborado una historia –con frecuencia reescrita en clave legislativa– que presupone la existencia de una relación de dominio imposible de cambiar entre derecho del trabajo y economía capitalista; se han esforzado por ablandar la resistencia del dominado y a la vez de enseñar al dominante cómo ganarse el consentimiento que haga fluido el ejercicio de un poder de mando contestado y por eso necesario de relegitimación; han aportado a las generaciones sucesivas un icono del derecho del trabajo que crea una técnica disciplinatoria de las conductas individuales y colectivas en armonía con las exigencias del modo de producción capitalista.

En el fragmento más citado de un muy conocido ensayo de 1913, Francesco Carnelutti expresa un juicio mordaz sobre la cultura jurídica contemporánea: ya que “los problemas jurídicos del trabajo la dejan casi indiferente”, esta “es imperturbablemente burguesa”.

Teniendo en cuenta la personalidad de quien formuló esto, parece que la indeterminación del campo semántico de la adjetivación usada lo haya llevado al engaño. En efecto, es razonable suponer que Carnelutti, de quien puede decirse sin exagerar que fue el jurista de la burguesía productiva por antonomasia, no tuviese la intención de lanzar no tanto una denuncia vibrante como una invectiva. De manera más simple, consideraba que, para alejarse de la cultura burguesa, a los juristas les bastaría ocuparse de la problemática del trabajo. Y él lo hace, y mucho. Se le escapaba sin embargo la acepción menos banal por la que se interpreta la expresión idiomática: por cultura burguesa debe entenderse una cultura impasible frente a los traumas sufridos debido a la industrialización de los súbditos de un Estado mono–clase, emblemáticamente identificables con el país de los hombres de corbata azul y manos callosas. Y Carnelutti compartía esa postura; y como sí la mantenía. De hecho, si se debiera buscar en la literatura jurídica un testimonio elocuente que hable de la imperturbabilidad burguesa de los escritores, no se equivocaría al indicar uno de sus propios ensayos, el ya citado de 1913, sobre las Energías como objeto de las relaciones jurídicas.

“El obrero que cede su energía en el trabajo a cambio del sueldo se despoja de algo de su patrimonio, como el mercader que vende su mercancía”. Como decir: entre contrato de trabajo y venta existe una “identidad estructural”. “La diferencia no está más que en la calidad y quizás en el origen del objeto de la prestación” laboral: una utilidad producida por el cuerpo humano. Por tanto, concluye Carnelutti, “la locatio operarum es una figura ilógica: si es contrato de alquiler, se tiene la prestación del uso del cuerpo humano”, pero, si de lo que se ha ocupado el trabajador es de prestar su energía, entonces el contrato es de compra-venta “o de todos modos un contrato afín a esto y distinto de aquello”.

Es verdad que la embrutecedora teorización jurídica, aún correspondiendo a los paradigmas de la cultura industrial, puso en apuros a un establishment que no quería enemistarse ni con párrocos ni con papas. Sin embargo, Carnelutti se tomó la revancha en la actuación paralela interpretativa sobre la admisibilidad de la autorización para despedir. Se mostró como opinion maker, argumentando que la libre rescisión del contrato indefinido era coherente con la ratio sistémica de una codificación civil favorable a la libre circulación de los factores económicos; lo que, por otra parte, era verdad hasta un cierto punto.

El gran éxito de dicha opinión no era más que un reflejo de la impetuosa ascensión de una cultura jurídica que no quería ver en el despido aquello que era en verdad: un acto de violencia privada, como dirían Antonio Baylos y Joaquín Pérez. Una cultura que adquirirá respetabilidad académica por medio de un derecho privado pendiente de anteponer las exigencias de la economía a todo lo demás. No es que descuide las nuevas necesidades. Sólo elige las que hay que satisfacer y las que hay que sacrificar, adoptando los criterios selectivos más acordes a la cultura burguesa descrita anteriormente. Por lo tanto es una cultura que no puede considerarse exenta de culpa ideológica, en la amplia medida en la que considera jurídicamente irrelevante el distinto valor que las partes asignan a la continuidad de la relación. Sin sentir ningún apuro, al menos en apariencia.

Por lo demás, es una cultura capaz de soportar sin problema apuros todavía peores; comenzando por el que se produce con la constatación de que la idea compartida generalmente de la idea de la libertad contractual no basta para ahorrarle uno de los más dolorosos fracasos de la historia jurídica. De hecho, como ni siquiera Carnelutti podía contenerse en reconocer, “a través de la disparidad económica de las partes, la libertad contractual ha transformado el reglamento bilateral de la relación en un reglamento unilateral”.

Es como decir: el cuerpo de los profesionales de la justicia sabía que precisamente la libertad contractual puede ser el instrumento técnico para sancionar la legitimidad jurídica hasta del sometimiento de un hombre; tanto es así que el derecho del trabajo con los límites que pone a la autonomía contractual es al mismo tiempo testimonio y consecuencia. Pero pronto volverá a tener la conciencia en paz, diciéndose que el problema del derecho del trabajo es corregir la lógica tradicional del contrato, no rechazarla. Por su interés, tiene el detalle de precisar sobre el mismo homme de travail, en el que la ideología dominante quiere ver al homo faber en su destino, es decir, un sujeto independiente con capacidad para cuidar de sí mismo y por tanto de sentirse obligado sólo a lo que ha querido por deseo propio.

Este cómodo lugar común no es un pretexto. Ninguno, sin embargo, se pondrá el problema de entender cómo –aún siendo indiscutible que la fuente reguladora primaria de la relación de trabajo no reside en la voluntad de los contrayentes– la monocultura del derecho privado haya podido gestionar prácticamente sin problemas el subversivo cambio de régimen determinado del pasaje de la sociedad from status to contract, para usar la resumida fórmula literaria de Henry S. Maine. Una fórmula, sin embargo, que se ve vacía, si se da cuando el trabajo está disociado de los derechos: derechos políticos, derechos sociales, derechos de ciudadanía. De hecho, una concepción fragmentaria como aquella que equipara el trabajo al objeto de una prestación contractual hace irreconocible el conjunto de valores que él mismo incorpora y esteriliza su derecho, lo encierra dentro del recinto del derecho de los contratos entre privados con las categorías lógico–conceptuales que le son propias y lo aplasta bajo un horizonte de sentido que sanciona su falta de influencia sobre las transformaciones de las sociedad y del Estado en la misma medida en que estas carecen, presuntamente, de influencia sobre él.

Sin embargo, el trabajo no había llamado a la puerta de la historia jurídica para confirmarse como una cultura que privilegia la dimensión patrimonial y el marketing en las relaciones sociales. Esta, en todo caso, no era más que la etapa inicial de una evolución lejana todavía de su destino final. En definitiva no era más que una disposición provisional.

Pero, el derecho del trabajo ha vivido en lo provisional también tras la entrada en vigor de las constituciones post-liberales de la segunda mitad del siglo XX que incluyen el trabajo entre los elementos en los que se fundamentan las democracias occidentales, aunque no lo digan explícitamente. En efecto, la recolocación del trabajo en las zonas alpinas del derecho constitucional señalaba un nuevo comienzo para su derecho.

Por eso, obligaba también a los juristas del trabajo a reflexionar sobre su paradigma disciplinar. Salvo por el hecho de que las sociedades viven también de memorias, como decía el fundador de los Annales, de fantasmas, de sombras del pasado y, como vengo sosteniendo, la constante evolutiva del derecho del trabajo es la micro-discontinuidad.

Sin embargo, tampoco los retrasos acumulados por la cultura jurídica del trabajo pueden justificar la elección política de salir de la crisis actual del sistema volviendo a empezar desde cero. Más que nada, a la misma cultura jurídica se le ofrece la oportunidad de poner fin a la involuntaria complicidad prestada hasta ahora. Le corresponde a ella (¿y a quién si no?) demostrar que, en una situación comparable por radicalidad y dramatismo a aquella que determinó el nacimiento y la afirmación del derecho del trabajo, no es posible devolver el derecho del trabajo a sus albores sino destruyendo el mismo modelo social que se ha estado construyendo en el arco de un siglo con la contribución de ese derecho precisamente en las naciones más progresistas de Occidente.

Con lo presente, espero de haber explicado de manera bastante exhaustiva y persuasiva la razón de por qué me he empeñado repetidas veces en investigaciones histórico-jurídicas: era el intento de abrir los ojos y las orejas de la clase de los profesionales de la justicia, robustecer la ética de la responsabilidad en el ejercicio de su trabajo y privarlos de antemano de la excusa del que desconoce no saber.

AB y JA: Eres posiblemente el laboralista europeo más traducido al español, y el más influyente y respetado doctrinalmente en una cultura jurídica latinoamericana basada en el garantismo de los derechos sociales y empeñada en lograr su eficacia. El grupo de expertos latinoamericanos que se conoce como “ex-becarios” de Bolonia, (hoy rebautizado como grupo Bolonia-Castilla La Mancha) , ha sido creado y mantenido por tu actuación y presencia, no sólo en el curso organizado por el Centro de Formación de la OIT en Turín, sino en los posteriores congresos y reuniones que los ex-becarios realizan anualmente. Además de ello, has sido distinguido con varios honores académicos en muchas universidades latinoamericanas y españolas. ¿Qué papel crees que deben tener los juristas del trabajo de este continente en la consolidación y desarrollo de las sociedades democráticas de sus países?

A mis estudiantes les decía habitualmente que el derecho del trabajo es el más eurocéntrico de los derechos. Por algún tiempo incluso he pensado que, precisamente por ello, no pudiera darse en otro lugar. De hecho, debo confesar que he estado cerca de convencerme de que, cuando un jurista del trabajo dejaba su Europa por una estancia más o menos larga en América Latina, afrontaba un viaje a través del tiempo más que del espacio. De hecho, llegado a su destino, su primera impresión fue la de haber desembarcado en un remoto pasado del Viejo Continente con un salto hacia atrás de varias décadas.

Una sensación parecida tenía –ahora no sé si por ingenuidad o por presunción intelectual–, por el impriting de los materiales que analizaba en clave diacrónica.

Mientras tanto es en Europa donde ha arraigado, allí donde ha asumido plenitud de forma el Estado-nación. Es en Europa donde han nacido legisladores dispuestos –independientemente de la concepción del mundo que guiaba a cada uno de ellos: católica, socialista e incluso fascista– a imponer al poder económico una moderación de su agresivo cinismo congénito, conjugando trabajo y derechos con el fin de hacer más tolerable la fatiga de vivir. Es en Europa donde se ha asistido, tras la caída de prohibiciones anacrónicas, a la formación de coaliciones capaces de corregir los desequilibrios que hacen de la relación de trabajo una relación de desigualdad ocultada por el mistificador principio de igualdad formal sobre el cual se regía el derecho codificado. Es en Europa donde la presión de los colectivos organizados ha provocado la mutación genética de las primitivas reglas del intercambio entre trabajo y retribución, transformándolo en un vehículo capaz de trasladar a la esfera del derecho constitucional el conjunto de los valores y las exigencias asociados al trabajo subordinado. Es en Europa donde, superado el comprensible desconcierto inicial, los gobernantes han puesto el contrato colectivo en el centro de un asiduo galanteo mientras aprendían a apreciar las ventajas que lo hacían preferible a la intervención legislativa. Más dados a ganarse la confianza de los colectivos que a socializar lo desconocido, no era nada impredecible en cuanto a los resultados que permitía obtener, porque la idea misma de contrato se suicidaría si no sirviese para impedir el que se llegue a los extremos en los conflictos sociales. Por último, es en Europa donde el trabajo subordinado se ha beneficiado de una representación bicéfala: los partidos de izquierdas se sumaban a los sindicatos. Su coexistencia no estaba regulada por una subdivisión de papeles más sólida y precisa que la que ha sido dado trazar entre la esfera política y la esfera social. Por tanto las cosas no podían ser siempre coser y cantar, y de hecho, tratándose de distintos (pero no separados) sujetos del mundo de los máximos representantes, fricciones y roces se consideraban fisiológicos. Sin embargo, la estructura binaria de los máximos representantes daba al trabajo subordinado la fuerza de competir con el capital para la conquista del poder supremo en el final de una lucha guiada por la convicción abiertamente declarada de que la eliminación del adversario habría dejado satisfecho al interés general. En resumen, le proporcionaba el carisma de un sujeto hegemónico. En lo político y en lo social.

Por lo tanto, no es que fuese un lunático. Pero, mis convicciones se sostenían sobre pilares menos sólidos de lo que pudiese creer.

Es verdad que en América Latina un capitalismo de importación y de latrocinio ha señoreado y la ha colonizado, generando una burguesía más parasitaria que productiva;

que todavía hay muchos Estados que acaban de llegar a la democracia y que su estabilidad está amenazada no sólo por las escasas oportunidades de empleo, sino también por la ineficacia de las medidas de choque en la práctica de intercambiar la libertad de las personas por un puñado de dólares y de los procesos de disgregación social alimentados por clamorosas desigualdades de modelos y estilos de vida;

que la inercia del establishment frente a las dimensiones alcanzadas es difusa, debido al fenómeno del trabajo sin derechos, aunque sea una puerta abierta a la pobreza para amplios estratos de la población y la pobreza es fuente de humillaciones y rencores que impiden el formarse en la empatía y la solidaridad; que un desnutrido pluralismo social ha desarrollado dinámicas corporativas camorristas cuyo horizonte de sentido está marcado por la lógica del dominio de los grandes poderes más que por el objetivo de la igualdad connatural a los sistemas democráticos;

que el sindicato de los trabajadores oscila entre una debilidad endémica y una cercanía sospechosa al poder establecido que favorece su institucionalización a cambio de un subalterno aceptado en un marco de compatibilidad predefinida por otros y por tanto a cambio de la renuncia del sindicato a hacerse portador de un proyecto finalizado en la reunificación del trabajo sobre el plan de las tutelas y sostenido por una práctica reivindicativa coherente;

que los mapas jurídicos en circulación conservan el antiguo dicho hic sunt leones para indicar zonas en las que sobreviven experiencias primitivas de relaciones industriales: el sindicato es un intruso, la autorregulación social es una noción desconocida y el conflicto colectivo está demonizado, también cuando es lícito penalmente;

que no hay libertades positivas, libertad de, y negativas, libertades para, que son un lujo de élites privilegiadas que disponen de medios para obtener las mayores ventajas posibles;

que la cultura jurídica del trabajo dormita bajo la capa de un legalismo para el que la máxima ubi societas ibi ius significa solamente que la sociedad no puede prescindir del derecho del Estado, mientras que también significa que la sociedad produce derecho y que la correspondencia con el espíritu del derecho y sus institutos no constituye más y quizás nunca lo haya hecho en realidad, una característica exclusiva de la soberanía estatal;

que la retórica del populismo de la derecha, no de manera distinta que la de la izquierda, no ha podido sustituirse por un derecho que del trabajo no toma sólo el nombre sino también en gran medida su razón.

Este es mi parecer sobre la situación en la que se halla el derecho del trabajo latino-americano. De todos modos, me sorprendo cada vez más a menudo reprochándome el haber tardado en entender, por retomar la metáfora del viaje del jurista europeo, que el desembarco en América Latina puede producirle un efecto-maquillaje de signo opuesto a aquel que yo mismo percibía. Ahora, la sensación es la de entrar en el futuro próximo que viene del derecho del trabajo de la misma Europa que está convirtiéndose en el espejo de una sociedad en la que el trabajo no se presta más a dar cuerda a los proyectos de vida de la gente común y se ha estabilizado, sobre todo en el grupo social de los jóvenes, una situación de inseguridad que no se limita al presente, sino que se proyecta en el futuro. Total, que está llegando a ser uno de los signos menos cuestionables de la crisis también cultural de las democracias más consolidadas de Europa.

Por todo esto, ahora que las distancias históricas se han acortado y se han reducido mucho las diferencias, dudo que sea sensato suponer un papel de los juristas del trabajo latino-americanos distinto de aquel que puedan jugar los colegas de otros continentes, empezando por Europa.

De todos modos, digo de inmediato que con la militancia cívica no basta. Y ni siquiera la confianza en la compenetración de los principios básicos del derecho del trabajo que integran el aluvión de normas internacionales a favor de los derechos humanos. Es más, si la primera es necesaria, la segunda puede ser nociva.

Sin embargo, como acabo de decir, la primera no es suficiente porque una permanente movilización emotiva lleva al profesional de la justicia a actuar con el ingenio de los buenos fontaneros que no se asustan cuando se ven delante de tuberías estropeadas por muy podridas que estén. Arreglan. Reparan. Enroscan tuercas y tornillos. Pero es el mismo bricolaje de mirada corta de quien se auto-absuelve diciendo, y diciéndose, que dadas las condiciones, no se puede hacer nada mejor ni distinto.

En cuanto a la fe en la creencia que enfatiza la internacionalización (entendida como universalización) de los valores a los que está ligado históricamente el derecho del trabajo, expresa una esperanza que se avergüenza de morir: la de poder resolver los problemas domésticos mediante los tratados patrocinados por la OIT. Es verdad, la institución ginebrina es el Robin Hood de los indefensos, de los marginados, de los últimos. Pero los juristas del trabajo exageran un poco cuando la veneran con amor filial. A lo más, se merece la gratitud que merece una madrastra, sabiendo por añadidura que se ve imposibilitada a desenvolver su función de tutora si no es con los recursos y el hosco consenso de los Estados donde el capitalismo es más obtuso o subdesarrollado.

La verdad es que la visión antropocéntrica que emerge de los tratados acabados bajo la bandera de la OIT tiene la eficacia práctica de un rezo, si los principios humanitarios que evoca y a la que se reclama no calan en un contexto promocional de las instituciones de la sociedad civil que representan el trabajo subordinado. Se hace de otra manera con el neo-pandectismo.

Por ello, me gusta recordar el fragmento que cierra la última obra del decano de los juristas del trabajo latino-americanos. El derecho del trabajo, ha escrito recientemente Héctor Hugo Barbagelata, “necesita que sus cultores además de apego a los pincipios humanistas que lo caracterizan tengan presentes y sepan entender las circunstancias que en cada momento constituyen el escenario en que se desenvuelven las relaciones del trabajo”.

AB y JA: Trabajo y ciudadanía en el marco de una sociedad democrática es un punto de partida en tus escritos. Ambas categorías fueron desarrolladas por una civilización y una cultura sindical y política de la que posiblemente la mejor expresión la constituya el Statuto dei Lavoratori de 1970. A lo cuarenta años de su publicación, ¿cuál es la relación entre el trabajo y la ciudadanía en Europa?

Se celebra en Europa en estos días el 1 de mayo: pero la fiesta del trabajo se ha convertido en la fiesta del trabajo que no hay. En estos mismos días, la UE debe vérselas con la quiebra de la cuenta pública de Grecia que hace correr el riesgo de desestabilizar la construcción europea por completo, dado que el contagio amenaza con extenderse desde las orillas del Egeo a todos los países miembros.

En un contexto de este tipo, la dimensión social de la integración europea se ve aplastada por las exigencias abusivas del sistema económico, y también los derechos de los paises miembros más ricos tienen el presentimiento de ser elegidos para el papel de cordero pascual.

Por lo demás, estos mismos paises ya no son lo que fueron. El proceso de integración de los respectivos sistemas económicos ha determinado una hibridación que los ha cambiado; en cualquier caso y por ciertos aspectos, los ha enriquecido, pero no podía robustecerlos por la razón de que no es este el fin último de la UE. El fin ha sido siempre el de eliminar las distorsiones de la competencia en un mercado único y libre, donde el capital se mueve tan rápido como una liebrecilla y las empresas tienen la consistencia de las tiendas de campaña, que se desmontan en un abrir y cerrar de ojos y se vuelven a montar con la misma facilidad en lugares que consienten una competitividad más alta a causa, sobre todo, de un menor coste de trabajo, de una presión fiscal más leve, de un mayor descuido de la autoridad pública respecto a los compromisos ambientales. De hecho, el dumping social vive también en Europa.

Por tanto, viniendo a relacionarse con los principios–guía del liberalismo económico de la UE, los derechos nacionales del trabajo no podían mantenerse inmunes. Sin embargo, lo que desmorona las premisas fundamentales no es tanto el dictum de un legislador comunitario, un poco porque es poco locuaz y un poco porque su campo de intervención es bastante modesto, sino más bien el desecho que se produce entre la relevancia de las decisiones que toman los organismos políticos supranacionales y su falta de legitimación académica; la cojera innata en un gobierno de la moneda que no está cubierto por un gobierno de su economía; el error de la expansión de una Europa monetaria que se apoya en economías no homogéneas. En resumen, la europeización del derecho del trabajo lo expone al riesgo de verse desarmado, porque dentro de la zona euro no existe un Estado en el sentido propio de la palabra, sino que existe solamente un banco central con un único objetivo: la estabilidad monetaria.

También por esto, la integración económica europea constituye una prototipo interesante de la gubernamentalidad de la globalización de los mercados, que aún saliendo vencedora en su comparación con los procesos de globalización desregularizada que atraviesan las demás partes del mundo, no sabe producir un efecto-imitación.

Quien –como yo– se había lanzado a suponer que el derecho del trabajo no pudiese tener otro sitio no puede sentirse descolocado por la duda de que de ahora en adelante, no podrá ni siquiera tener un dónde: ha perdido su lugar de origen y deberá adaptarse a la idea de establecer su demora en el espacio jurídico global donde no hay ni gobiernos ni parlamentos; un espacio caracterizado por la ausencia de un orden jurídico unitario, por la presencia de muchas disposiciones no vinculantes, por la proliferación de organismos ultra-estatales denominados de distintas maneras, de naturaleza incierta pero substancialmente para-judicial (“tribunales de Babel”, los llama Sabino Cassese), que alternan o mezclan activismo creativo o autocontrol, rigidez y flexibilidad a la hora de tomar decisiones.

Por ello, es comprensible que los derechos nacionales del trabajo tengan nostalgia del Estado-nación cuya “aspiración a regular el conflicto social en su territorio ha sido determinante en su concreto devenir histórico” hasta el punto que Massimo D’Antona lo consideraba uno de los pilares de su identidad. Puede darse que el Estado-nación no se comportase siempre como carabina de confianza; es más, es totalmente verdadero. Sin embargo administraba el poder judicial, reconocía la libertad sindical, daba forma sistemática al ordenamiento jurídico. En conclusión, era una garantía de la efectividad de la tutela exigible por el común de mortales.

No es que ahora el Estado nacional haya desaparecido. Simplemente, debiendo afrontar problemas que van más allá de su capacidad para resolverlos, ha cedido cuotas crecientes de soberanía a instituciones supra-nacionales donde sus inquilinos querrían empadronarse, disminuyendo las resistencias de todos aquellos que no son convenientes para el ascenso de la lex mercatoria al firmamento escrutado habitualmente por los juristas del trabajo.

Si se compara con los Chicago Boys embebidos del doctrinarismo mesiánico de Milton Friedman, los reformadores que circulan por Europa son menos temerarios. Cándidos como palomas y astutos como serpientes optan por una línea blanda que, para conceder a los pobres mortales el tiempo de adaptación, no atacan frontalemente los derechos del trabajo; más bien, provocan una lenta erosión con ataques oblicuos, pero precisamente por ello todavía más insidiosos.

Por el momento, en efecto, los c.d. modernizadores prefieren comportarse como los “persuasores ocultos” (por retomar el título de un libro de Vance Packard de los años ’50) cuyo trabajo ha hecho siempre más rentable la evolución del mercado. Por tanto, si un día tuviera que capitular, el derecho del trabajo moriría por extenuación, destruido por un continuum de alteraciones. Más o menos profundas, más o menos sangrantes. Como las banderillas que, aunque no infligen heridas mortales, marcan igualmente el comienzo del fin de la corrida y del toro.

Concluyendo, los reformadores de hoy deben haber memorizado eso que escribe Karl Polanyi en su ensayo más importante: según él, la sostenibilidad social de la industrialización de la Inglaterra victoriana se vio favorecida por el papel moderador que estaba vigente en ese momento en aquel país.

Aún sintiéndome tentado, no ironizaré sobre las escenas de ordinaria desesperación que protagonizan todos los que, como yo, comenzaron a estudiar el derecho del trabajo hace cincuenta años. “Si debo ser sincero”, ha confesado asustado de lo que le estaba sucediendo a un jurista de mi generación, “la sensación que me acompaña desde hace algún tiempo es de como si estuviese borracho e intentase mantenerme en pie”.

A mí, certezas también me quedan pocas.

La primera es que, a pesar de las apariencias, el derecho del trabajo del siglo XX ha revelado ser más fuerte que la crisis en la que ha entrado para hacer brotar de nuevo su economía. Es más, esta última, que también querría someterlo a sus cambiantes exigencias en las formas, en los términos y en los tiempos deseados, desde hace al menos treinta años da la impresión de encontrarse en la embarazosa situación de quien pretendiese volver a meter el dentrífico en el tubo.

Treinta años, se diría, pasan como un suspiro en la historia de las naciones.

Pero es justo replicar que no es un periodo de tiempo a pasar por alto en la vida de un derecho que, como el del trabajo, tiene apenas un centenar de años.

Por eso, dado que las transformaciones que han tenido lugar entre finales del siglo XX e inicios del XXI no lo han arruinado todavía, no sólo se necesita reconocer que es menos frágil de lo que se supone, también es oportuno preguntarse sobre la calidad de los recursos de los que dispone.

A mi entender, su principal recurso consiste en eso; su tensión por la emancipación de los más pobres se ha desarrollado mucho fuera de la esfera del trabajo, aún partiendo de allí. Por tanto, lo que se ha realizado en este gran ámbito no puede sufrir alteraciones sin que se vuelva a discutir todo. Es un dato real que los efectos del cambio del derecho del trabajo se propagan inmediatamente al estatus de ciudadanía fundado –cuando se da el caso– en el trabajo. En efecto, por más que se quiera declinar el trabajo en plural, su derecho es parte integrante del modelo social que enorgullece a los habitantes de aquel ángulo de una región del mundo llamada Europa, no menos que el “sueño americano” que envanece a los americanos.

La segunda certeza que he llegado a mantener es que el capitalismo genera una dinámica tan explosiva que se necesitan reglas para no hacerse daño. Y eso porque, como decía un clásico de la economía, su vitalidad es, al mismo tiempo, creadora y destructiva. En resumen, el capitalismo necesita reglas, también del trabajo, por el mismo motivo por el que en un río no se puede hacer otra cosa que poner barreras para que no se desborde y produzca daños a los hombres y a las cosas. De hecho, cuando no se es capaz de imponer las reglas, se sigue buscándolas, y, quizás, negociarlas con sus destinatarios, haciendo suyo el consentimiento cuando las reglas parecen razonables, en el sentido que su nivel de aceptabilidad social está honestamente relacionado con el nivel de compatibilidad de su coste. Después de todo, aunque creo que esto ya lo he dicho, el derecho del trabajo no ha llevado al extremo los problemas originados por el sistema capitalista. Más bien, los ha regularizado con el objetivo de impedir que produjesen efectos devastadores: y este es el signo menos controvertido que, aún llevando ese nombre, no ha escuchado sólo las razones del trabajo. Ha escuchado también las razones del capital.

La última certeza que siento poder enunciar como premisa a los discursos sobre el derecho del trabajo en la era de la globalización se refiere a cierta constante histórica en los procesos de formación de las reglas de trabajo. Consiste en lo siguiente: la matriz social, y por tanto convencional, del derecho del trabajo le procura las condiciones para retar al poder establecido. Por este motivo, su aparición puso en tela de juicio el positivismo jurídico del XIX y, en la segunda postguerra, el derecho del trabajo de mi país llegó a la mayoría de edad aprovechándose del comportamiento de un Estado que había elegido una doble vía: la de la no intervención y la de la no indiferencia.

Ahora bien, algo similar está ocurriendo también en el espacio jurídico global, si bien el Estado-nación no sea más el dominus exclusivo del derecho que se le aplica. El hecho de que el espacio jurídico global sea objeto de una vecindad en la que participan Estados (cuyo número está en crecimiento) poco dispuestos a sufrir la tiranía de un accionista mayoritario. Por esto, el espacio jurídico global aparece atravesado por una multitud de flujos normativos de densidad y geometría variables provenientes de una constelación de fuentes que no se alínean según las jerarquías propias de un sistema jurídico estado-centrista, sino según módulos reticulares que no dejan de sorprender, pero son difíciles de clasificar por su empirismo, su impredecibilidad, su excentricidad.

Aludo a las cláusulas sociales difundidas en los tratados multilaterales que se estipulan bajo la bandera de la Organización Mundial del Comercio. Y a los códigos de conducta de multinacionales deseosas (se diría) no sólo de aprovecharse, sino también de ser respetados por sus clientes, cuya ética humanitaria viene gratificada por la sensibilidad de los productores a asumir dosis de responsabilidad social. Aludo tanto a la jurisprudencia de las Cortes de justicia supra-nacionales y de las arbitrales transnacionales como al inaferrable y a su modo inefable genus del derecho persuasivo del cual el soft law comunitario, con su ligereza, celebra la apología desde que el vértice de Lisboa de marzo del 2000 decide elaborar las líneas-guía de una estrategia ocupacional para los países miembros de la UE. Aludo a las directivas comunitarias emanadas por las instituciones de Bruselas y a las resoluciones aprobadas por el Parlamento de Estrasburgo: aunque no sea el caso de fingir no saber que –a pesar de más de cincuenta años de decisiones adoptadas a nivel europeo– cualquier discurso sobre la convergencia jurídica europea es prematuro. Aludo al fin al papel desenvuelto por una vestal de los derechos humanos tan venerada como la Organización Internacional del Trabajo; aunque también se necesitaría preguntarse como es que tres quintas partes de los paises afiliados aprueban menos de un cuarto de los convenios y más de un quinto aprueba menos de veinte.

Es como decir que el derecho global es poli-céntrico. Esto se produce a través de la dispersión y la difusión del poder normativo entre un número de sujetos siempre más amplio y persuade a no buscar posibles padres putativos con tentativas que nos obligarían también a dar cuenta de que no todas las madres son honestas. En cualquier caso, el orden jurídico global requiere que la actividad de equipos de ingenieros y geólogos especializados en hidráulica fluvial para encauzar y dirigir una cantidad imprecisa de cursos de agua que provienen de todas partes y van en todas las direcciones. Por tanto, como en un pasado los antepasados de los juristas del trabajo del siglo XXI fueron llamados a desencriptar el orden jurídico que tomaba vida más allá de los esbozos pre-industriales de los inventarios civiles, así sus descendientes deben reordenar material desconocido para el derecho de cada nación con la conciencia de que, a espaldas de los comunes mortales, el derecho global del trabajo es un statu nascenti y asumirá rasgos caraterísticos que le volverán ambiguo el rostro. Por ahora ninguno es capaz de definir con precisión la identidad e incluso es más fácil prever lo que no será. No será nacional–popular en la acepción propia de los homólogos derechos nacionales. Y eso porqué, en la medida en la que los modos y las sedes de las construcciones del orden jurídico coinciden ambiguamente con los modos y con las sedes del mercado global, el del trabajo privado de territorio, de la fisicidad de los lazos con la historia de los pueblos, sus tradiciones y su cultura.

Querría terminar con una advertencia. Algunas de las reflexiones expuestas hasta ahora las he tomados del último capítulo de mi ensayo Giuristi del lavoro que, no casualmente he titulado “El duelo final”.

AB y JA: La centralidad del sindicato en la construcción política y jurídica del derecho del trabajo es un hecho notorio. Sin embargo, la capacidad de representar y de agregar perfiles e identidades derivadas del trabajo está actualmente cuestionada, en especial ante los requerimientos de la crisis y la especial situación política de algunos países europeos, entre ellos Italia. ¿Cuál es el horizonte en el que se mueve hoy el sindicato como representante del trabajo dependiente? ¿Tiene sentido recuperar la expresión de Trentin del “sindicato de los derechos” como un sujeto colectivo que representa la generalidad del trabajo y su expresión político-ciudadana?

La premisa de la que se parte es que no es posible redibujar el papel del sindicato sin hacer lo mismo en lo que concierne al derecho del trabajo.

Al respecto, lo primero que hay que poner de manifiesto es que este derecho se ha dispensado más allá de lo permitido –no menos que el sindicato–, para mantener casi intacto el bagaje industrial y trabajador simbolizado por el fordismo.

La operación ha salido bien porque se ha continuado atribuyendo al trabajo hegemónico de la sociedad industrial la propiedad de crearse una noción de status beneficiosa para ordenamientos constitucionales que desplazaban el centro gravitacional de la figura del ciudadano-trabajador.

Pero es una viscosidad que se justificaba hasta que ha prevalecido, como cuenta la sociología contemporánea, “la figura del ciudadano-trabajador con el acento no tanto sobre el ciudadano sino sobre el trabajador”; hasta que se ha podido pensar que “la condición de ciudadano derivase de la de trabajador” y “el trabajo asalariado constituye el ojo de la aguja a través del cual todos debían pasar para poder estar presentes en la sociedad como ciudadanos a título pleno”.

Viceversa, los cambios de escenario del derecho constitucional intervenidos mientras tanto comportan lo que el estatuto italiano de los trabajadores del 1970 se encargó de traducir al nivel de una persona de la calle: la abolición del principio no escrito según el cual el estatuto ocupacional y profesional adquirible por contrato expone necesariamente a sacrificios el status de ciudadanía, con el fin de que sea garantizado por una democracia constitucional.

El estatuto, como muchos saben, ha sido el feliz resultado de la combinación de dos líneas de políticas del derecho. La primera, y más marcada, es la del mantenimiento del sindicato dentro de las empresas. La segunda, más esbozada que desarrollada, es la de las garantías de matriz constitucional de las que debe poder avalarse el ciudadano con contrato al asumir la obligación de trabajar bajo órdenes.

Por eso, el estatuto señaló un nuevo comienzo no sólo porque prometió la presencia del sindicato en la empresa, sino también y sobre todo porque concedió al trabajador más de lo que puede darle un contrato de intercambio entre utilidades económicas, como es el contrato de trabajo.

Si sólo hoy vislumbramos en la prohibición estatutaria de expropiar los derechos civiles y políticos de los lugares de trabajo la punta de un iceberg de inusitada grandeza, eso depende del hecho de que la fábrica ya no es uno de los grandes laboratorios de la socialización moderna y que, después del declive de la esperanza de estabilidad del puesto de trabajo que había suscitado justamente el industrialismo, el status ocupacional y profesional ha dejado de trazar el confín de lo exigible en los derechos de ciudadanía.

Sin embargo, la prohibición era por sí misma un pequeño-gran detalle revelador de una nueva frontera.

Las razones de la derrota de la herejía del pasado excluyen en realidad la legitimidad de la opinión según la cual la valoración del status de ciudadanía reclamaría como correspondiente la decadencia de los derechos que se unen al estado ocupacional y profesional. También esta es una herejía, aunque sea de signo igual y contrario.

Por otro lado, desde el momento en que se dió la vuelta a la tendencia que hacía del estado ocupacional y profesional el prius y del status de ciudadanía el posterius, aquel que se consigue al principio es sólo el usufructo del status de ciudadanía independientemente del trabajo y por tanto aunque no haya trabajo, se pierda o no se encuentre.

Justamente el distinto modo de disponerse de los status dentro de una jerarquía de valores constitucionalmente correcta impide que uno sea intercambiable en el trueque con el otro.

Lo impide porque, al fin y al cabo, la prioridad reconocida al status de ciudadanía apoya la tendencia a reflejarse en el status ocupacional y profesional adquirible por contrato. La realienación de los status, en conclusión, excluye la actitud de los mismos a disponerse en una relación de intercambio.

El vuelco en la perspectiva en la que están destinados a moverse el derecho del trabajo y, con él, el sindicato del que fue artífice, coloca al intérprete en el punto de observación más apto para denunciar el carácter regresivo e incluso reaccionario de las alternativas que se están adoptando para salir de la peor crisis económica vivida desde la postguerra. Son alternativas que chocan contra el dato de la realidad representado por el hecho de que en la sociedad de los trabajos el status de ciudadanía se ha convertido en el principal, el más fiable y quizás el único factor de cohesión social.

En efecto, con una despreocupación sólo comparable a la arrogancia, se pretende imponer la sustitución de la figura social a medida de la cual el derecho del trabajo ha evolucionado con la del hombre flexible, del trabajador de usar y tirar, del sujeto en función a las exigencias de un mercado global y competitivo. Como si no hubiese dejado huella el esfuerzo realizado durante el siglo XX para crear una obstinación feroz y, decía Antonio Gramsci, “con una conciencia del fín nunca vista antes en la historia, un tipo nuevo de trabajador y de hombre” educado para juzgar como algo absolutamente normal, natural e incluso necesario que todos se levantasen a la misma hora, todos uniformados en sus horarios diarios, semanales, anuales y la vida laboral se desarrollase para todos los días hábiles de la semana durante todos los meses laborables del año, hasta la pensión. Como si eso del trabajo no se hubiese convertido en el derecho del siglo porque el “siglo XX ha sido, como dice el título de un bonito libro de Aris Accornero, “el siglo del trabajo”: un trabajo que no se declina al plural. Como si el ciudadano al que la constitución reconoce el derecho al trabajo no fuese el último estadio conseguido en la evolución de la raza de los hombres formalmente libres y, sin embargo, también clavados a un estado permanente de necesidad, que irrumpieron en la escena de la primera modernidad: libres, pero obligados a satisfacer las necesidades primarias empeñando el único recurso del que disponían en procesos productivos gestionados por otros.

Por tanto, la feliz fórmula del “sindicato de los derechos” que sintetiza la herencia cultural de Bruno Trentin con la sobriedad de un eslogan de éxito, indica al sindicato el camino a seguir para volver a definir su papel. Con tal que se sepa y se diga que los derechos a conquistar no son tanto los derechos de los trabajadores sino más bien sobre todo los derechos de los ciudadanos que trabajan, y tienen derecho a trabajar, y que el parámetro para individuarlizares es el que encuentre fórmula para permitir disponer del paquete-estándar de bienes y servicios en los que se materializa la noción de ciudadanía social.

Acompañada por esta aclaración de la cuestión prejudicial, la fórmula trentiniana se presta bastante bien a exhortar al sindicato a desarrollar todas las implicaciones que conciernen al trabajador en cuanto ciudadano, sin que sólo por ello tenga que renunciar a una política del derecho que tutela los intereses del ciudadano en cuanto trabajador. Más bien, se trata de reconsiderarla con el fin de establecer nuevas prioridades reivindicativas.