¿El trabajo estable es una utopía? Editorial Revista de Derecho Social – Número 70

RDS 70 PortadaSegún el Presidente del Gobierno, entramos en un “largo período de bienestar”. Es un pronóstico avalado en esta parte positiva por el propio Fondo Monetario Internacional, que, junto con el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, dan pleno apoyo a la situación española como alumno aventajado de las políticas de austeridad. En el plano de las consignas, se impulsa la de que se abre una época de “reactivación empresarial” después de la crisis.

La proclamada bonanza económica no es percibida por la mayoría de la población, porque el elemento más terriblemente preocupante sigue siendo la existencia de un desempleo masivo. La EPA declara que 5.444.000 personas están en paro, que ha repuntado en el primer trimestre del 2015. Es casi un cuarto de la población activa española, una cantidad inmanejable. Eso implica una tasa de paro en el primer trimestre del 2015 del 23,8% de la población activa (frente a la media del 11,2% en la zona euro), que se ha mantenido en esos términos constantes durante todo el 2014, habiendo llegado al 26,9% en el primer trimestre del 2013 –y manteniéndose en torno al 26% durante todo ese año– y plantea por tanto una situación de grave crisis de empleo muy problemática. El paro juvenil supera el 51%. Los estímulos al empleo no provocan la reactivación empresarial que se publicita, y el modesto crecimiento del empleo en el 2014 –que se presenta como un triunfo– no se corresponde con la realidad.

En efecto, en el 2014 se ha creado empleo con tasas de crecimiento muy bajas. A la vez ha disminuido la población inscrita como demandante de empleo, en cuyo decrecimiento tiene una parte importante no sólo el desánimo de los parados de larga duración sin prestaciones, o la “transmigración” de los trabajadores a la condición de autoempleados –“emprendedores” en la terminología de la ley– en una cantidad modesta, de 123.000 personas, sino la inmigración de trabajo joven y cualificado que se calcula en ese mismo año en una cifra que oscila entre 400.000 y 700.000 personas. Esta pérdida de personas inscritas como desempleadas explica una parte de la disminución de los dos puntos de la tasa de desempleo. Por lo demás, en gran medida el empleo creado es temporal y de bajos salarios. A pesar de la creación de cerca de medio millón de empleos durante el último año, en 2014 la renta de los hogares apenas ha crecido un 2%; mientras que la recaudación de la Seguridad Social, con cerca de 400.000 afiliados más se ha incrementado en el mismo periodo tan solo en un 1%.

Algunos datos amplían estas apreciaciones. La mayoría de los nuevos contratos son temporales, y se ha producido un importante efecto de sustitución de empleo estable por temporal. Además, la duración de los contratos temporales es cada vez menor (mientras que en 2008 era de 78 días de media, en la actualidad es de 54 días). En el 2014 se han registrado 40.000 contratos de un día de duración. Promovidos por la normativa que prolonga la reforma laboral en el 2013, la proporción de trabajadores a tiempo parcial sobre el total ha aumentado en casi 3 puntos porcentuales en sólo 3 años. En este tiempo han desaparecido 645.400 ocupados a tiempo completo y han aparecido 335.200 ocupados a tiempo parcial. Es importante destacar que el 62% de todos ellos desearía trabajar a tiempo completo. La remuneración de los nuevos empleos es notablemente reducida: la mitad de los nuevos contratos producidos entre 2007 y 2013 tienen un salario por debajo de los 978 euros. La brecha salarial general se profundiza, en el 2014 suben los sueldos de los directivos un 12 % –17% el de los Consejeros– mientas que el salario de los empleados baja un 0,64%. La diferencia salarial hombre/mujer se agranda. Desde el inicio de la crisis ha subido tres puntos, ahora las mujeres ganan por término medio un 19,3% menos que los hombres.

El “milagro español” consiste por tanto en un desempleo masivo permanente que se acompaña de una modesta creación de empleo a un ritmo muy lento, de baja calidad y de inicuas condiciones laborales. Se trata de contratos temporales, a tiempo parcial, con salarios reducidos, con alta inseguridad laboral, con niveles de explotación destacables, y en actividades de bajo valor añadido, que explican que el porcentaje de trabajadores pobres no deje de aumentar y haya alcanzado la cota del 12,3% (más de dos millones de personas), creando una bolsa de exclusión social que tiende a convertirse en permanentemente “inempleable”. Y todo ello sin olvidar que los que no tienen empleo también empeoran: el porcentaje de parados que reciben prestaciones por desempleo ha caído al 55,72%, un 7,7% menos que el año anterior. El Estado gasta ahora un 17,8% menos que hace un año en estas actuaciones.

En esas condiciones, ¿qué fue del trabajo estable? La estabilidad en el empleo ha sido un elemento central en el diseño de la tutela de los derechos de los trabajadores procurada legal y colectivamente. Construida sobre la figura del contrato de trabajo por tiempo indefinido, se proyecta sobre el reconocimiento constitucional del derecho al trabajo, integrándolo como un componente esencial de éste. La idea del pleno empleo que recoge como objetivo de las políticas públicas nuestra Constitución, está asociada a estas figuras. Pero ya desde hace mucho tiempo caracteriza la situación española la existencia de una importante división entre trabajadores precarios y estables. El empleo precario, inestable y temporal se concentra en determinados segmentos de edad y de género –es ante todo juvenil y femenino– y hace desiguales a los trabajadores que conviven en la empresa –o en los lugares de trabajo, al ser subcontratados por otro empleador– con otros estables. Un conjunto dislocado y fragmentado de asalariados que carecen de la identidad clásica del trabajador fordista y tampoco disponen de un conjunto de tutelas en la remuneración de su trabajo y en las condiciones en las que éste se presta, al punto de que para muchos de ellos las garantías de los derechos que deben tener en su trabajo son tan desconocidas como los derechos democráticos que formalmente tienen reconocidos pero de los que jamás gozan en el ejercicio de su actividad productiva.

Los efectos corrosivos de esta situación son mayores al haberse instalado ésta como una rutina del sistema de relaciones laborales respaldada y confirmada por las políticas puestas en práctica para combatir la crisis de empleo y los intensos procesos de destrucción de los puestos de trabajo que ésta ha acarreado. La precariedad agrava la esfera del dominio despótico del trabajo y debilita y resquebraja la identidad social del trabajador, como sujeto de derechos y ciudadano, ante una realidad que concibe el empleo como una categoría privada de derechos individuales y colectivos. Esta posición conduce además a la ampliación en términos todavía no precisados en lo concreto pero sin duda ya perceptible, del trabajo no declarado y del trabajo irregular, que se desarrolla beneficiándose asimismo del escaso control público de esta realidad.
Y sin embargo, el discurso dominante insiste en que la única forma de alterar esta situación es profundizar en la misma. Es decir, que lo que una política pública sobre el empleo debe perseguir es ante todo generar puestos de trabajo y disminuir las listas de desempleados inscritos como demandantes de empleo. Pero para ello es preciso disminuir las garantías de empleo y rebajar el coste de los salarios y de las contribuciones empresariales a la Seguridad Social. Con ello se consigue fomentar realmente trabajos de baja remuneración y tremendamente frágiles en cuanto a la permanencia en el empleo. El ciclo se cierra con la propuesta de nuevas figuras que subvierten la lógica de la estabilidad y vienen a proponer un contrato en el que existe un intercambio directo entre el carácter definitivo de la voluntad empresarial de extinción unilateral por el empresario y la posibilidad de monetarizar ésta en términos proporcionales al tiempo de permanencia en la empresa, sin someterse por tanto al esquema causal clásico del derecho laboral ni al control jurisdiccional posterior del mismo.

Este es por tanto un tema actual en la literatura especializada sobre la crisis, que oscila entre la aceptación resignada de la reiterada destrucción de empleo y la generalizada sustitución del empleo indefinido por múltiples formas de apropiación temporal del trabajo, y el rechazo de estas formas de encuadramiento como indicio claro de una estrategia laboral de desbaratamiento de los derechos individuales y colectivos de los trabajadores y trabajadoras que se justifica retóricamente por la incidencia de la crisis sobre el empleo. En la sección de Debate de este número hemos enfrentado estas dos visiones de manera peculiar. De una parte, la de Alejandra Selma, profesora de la Universidad de Murcia, que utiliza un argumento muy frecuente en algunas aproximaciones jurídicas, el de que la realidad de la desprotección y de la carencia de garantías en las relaciones laborales actuales es tal que no es razonable legislar contra ello sino incorporar este estado de cosas a la norma laboral, o, en el caso analizado, no oponerse a la regulación del llamado “contrato único” puesto que “de hecho” éste ya existe en la práctica de nuestras relaciones laborales. Frente a ella, Fernando Rocha, sociólogo e investigador de la Fundación 1 de Mayo, critica de manera inteligente la propuesta desde la consideración de la dualidad laboral y las propuestas de FEDEA, planteando una visión más compleja sobre la segmentación del trabajo y el sentido profundo de la propuesta de esta figura. La confrontación entre estas dos perspectivas claramente enfrentadas, pero en las que se invierten los roles tradicionales –el jurista garantista y el economista “flexibilizador”– nos ha parecido sumamente atractiva para el lector.

En cualquier caso, el tema de la estabilidad y del acceso al empleo, la causalidad del contrato temporal y la preferencia del ordenamiento por el contrato por tiempo indefinido sieguen siendo elementos debatidos en las propuestas que se están manejando como alternativas a la derogación de la reforma laboral una vez que se produzca el cambio político anunciado en las elecciones de noviembre y la desautorización electoral de las reformas estructurales llevadas a cabo por el gobierno del PP.

La contratación indefinida se define como modalidad típica, y las modalidades de contratación temporal deben ser concebidas para necesidades coyunturales de la empresa, no como una medida de fomento del empleo. Ello conlleva el reforzamiento del control y sanción de la contratación temporal sin causa suficiente, los límites al encadenamiento de contratos para el mismo puesto de trabajo y la protección de la estabilidad en el empleo especialmente en los procesos de descentralización productiva, con singular atención a las contratas y subcontratas de obras y servicios, y toda una serie de medidas adicionales sobre las que deberá haber un amplio debate, como la fijación de una elevada indemnización relevante mínima frente al uso indebido de la contratación temporal con independencia de la sanción administrativa que debe imponerse, o la discusión sobre la supresión o el cambio de dirección de los incentivos económicos a la contratación, su relación con acciones positivas de intermediación y de formación específica para trabajadoras y trabajadores especialmente vulnerables. En el mismo sentido, la garantía de la voluntariedad del trabajo a tiempo parcial y su conversión reversible en tiempo completo, con una radical reforma del tema de la distribución irregular del horario y de la jornada, es otro de los temas clave en esa discusión.

Es evidente que estas propuestas deberán ser compartidas y participadas con el conjunto del movimiento sindical y conocidas por todos los trabajadores. Pero en todas ellas late la idea de que el trabajo estable sigue siendo un elemento importante en la determinación del espacio normativo que regula las relaciones laborales de nuestro país.

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