Después de las elecciones, es necesario un cambio democrático. Editorial Revista de Derecho Social – Número 72

RDS 72Las elecciones del 20 de diciembre del 2015 han supuesto un cambio importante en el panorama político español. Han votado más de veinticinco millones de españoles, lo que significa un 73,16% del censo electoral, teniendo en cuenta que casi dos millones del mismo están en el extranjero y las dificultades para que votaran han sido insuperables, como ha denunciado la Marea Granate. De esos 25 millones, el PP ha cosechado 7,2, el PSOE 5,5 e IU menos de un millón, 922.000 sufragios. Son los partidos que, junto con UPyD, más votos han perdido respecto de las elecciones del 2011, que sellaron una etapa de la crisis y permitieron al PP afrontar en solitario la tarea de aplicar las políticas de austeridad y de recortes sociales que causaron la degradación de los derechos democráticos y de las condiciones de existencia de la mayoría de los ciudadanos. En términos absolutos, el PP ha perdido 3,6 millones de votos y 63 escaños, lo que no le ha impedido alcanzar el primer puesto con un 28 % de porcentaje. Nada extraordinario para un partido que ha hecho de la corrupción su estilo de gobierno y que ha escondido a su líder retirándolo de los debates públicos, consciente de su imagen negativa. Las posiciones del PP tienen una gran solidez sin embargo en una buena parte de la población española, aunque su retroceso sea evidente y posiblemente sin capacidad de recuperarse en el corto plazo. Los últimos episodios de corrupción en Valencia, con la incriminación de prácticamente la totalidad de la organización de este partido o las investigaciones sobre la financiación ilegal del PP de Madrid, acentúan la desafección de los propios votantes.

El otro gran partido clave, el PSOE, ha perdido un poco menos de un millón y medio de votantes y 20 escaños, situándose en el peor resultado de su historia desde el comienzo de la democracia en las elecciones de 1977. Con todo, no ha sido sobrepasado, como algunas encuestas pretendían, por Podemos, y sigue siendo el primer partido de la izquierda. Eso le ha valido, ante la insólita renuncia de Mariano Rajoy a iniciar las consultas para formar una mayoría parlamentaria de gobierno, que el Jefe del Estado le haya encomendado esta acción, en cuyo desarrollo estamos actualmente al tiempo de escribir este editorial. A ello nos referiremos más adelante.

En el espacio electoral, han irrumpido dos nuevos actores con gran fuerza, Ciudadanos y Podemos. El partido de Albert Rivera ha tenido un gran éxito al conseguir 40 diputados correspondientes a tres millones y medio de votantes, el 14% del total. No obstante, las expectativas que las encuestas habían alimentado eran mayores. Su presencia ubicua en los medios y en especial en la televisión, la propaganda extensa que sus propuestas habían recibido, le asignaban porcentajes entre el 16 y 18%, entre 54 y 58 diputados. Ha sabido crear un espacio en el centro derecha con fuerte implantación en capas medias urbanas que no soportan los episodios continuos de corrupción del PP y sus actitudes neofranquistas. Su sintonía con las políticas europeas de austeridad y su concepción unitaria del Estado español le colocan en un espectro decididamente conservador, pero no cuenta con suficientes escaños como para garantizar la continuidad del gobierno del PP y es un elemento central en la orientación posible que pueda tener el PSOE a la hora de formar gobierno, si consigue la abstención del PP frente a un gobierno de centro-derecha.

Con mucha más fuerza se ha consolidado la presencia de Podemos en el Parlamento. Para este momento nacieron, han recordado sus dirigentes, y han irrumpido de manera impetuosa, a través de una propuesta articulada y diferenciada en razón de la diversidad plurinacional española, lo que ha permitido que acudieran en unión con otras fuerzas políticas, entre ellas IU, en Catalunya y en Galicia –donde han obtenido 12 y 6 escaños respectivamente– y en Valencia con Compromís –donde han logrado 9 puestos– mientras que en otras regiones como Andalucía o Madrid, en las que la confluencia con IU habría dado mejores réditos electorales, ha concurrido en solitario. Sumando los votos de las confluencias –casi dos millones en su conjunto– Podemos ha obtenido 5.200.000 votos, más del 20%. Pablo Iglesias ya ha enunciado los ejes de las medidas que va a defender en los pactos para formar gobierno: el refuerzo y blindaje de los derechos sociales ciudadanos como la vivienda, la sanidad o la educación, la reforma del proceso electoral, y el abordaje de un proceso de consultas que permita una nueva configuración plurinacional del Estado español y en concreto en Catalunya, donde la coalición En Comù/Podem ha sido la candidatura más votada.

Izquierda Unida, presentada como Candidatura de Unidad Popular, ha obtenido 922.000 votos, en lo que parece ser su suelo electoral, que ya alcanzara en las elecciones del 2008, donde una parte de sus votantes se desplazaron al PSOE para permitir la victoria de este frente al PP. Ha perdido 750.000 votantes respecto de las elecciones del 2011, y los dos escaños que ha obtenido en Madrid no le dan la posibilidad de tener grupo parlamentario. IU ha sido desbordada en su base social por la presencia de Podemos a la vez que ha sido de nuevo víctima del sistema electoral. Es evidente que si Podemos hubiera aceptado la propuesta de IU de converger electoralmente en todas las circunscripciones, las consecuencias habrían sido muy superiores en número de escaños. Una simulación de eldiario.es situaba en ese caso el score en 85 diputados. Pero así casi un millón de votos de IU no han sido aprovechados en el impulso hacia el cambio político y social que esta fuerza también propiciaba junto a Podemos.

Los partidos catalanes han tenido una presencia contenida. ERC, que debería haber sido un fenómeno electoral en ascenso, ha defraudado sus propias expectativas, y casi empata con la nueva marca de Convergencia, Democracia y Libertad (DL) con 9 y 8 escaños respectivamente. No es previsible sin embargo que ambos partidos puedan, como si lo hizo CiU en el pasado, apoyar a un gobierno del PP, en abierta hostilidad mutua, ni tampoco votar favorablemente o abstenerse frente a un pacto del PSOE con Ciudadanos. En el País Vasco, los partidos tradicionales han retrocedido ante el fenómeno Podemos, que ha afectado especialmente a Bildu, que ha perdido 116.000 votos y cinco diputados. El PNV ha perdido asimismo votantes, aunque en menor cantidad, 22.000 y ha ganado por el contrario un escaño.

El panorama es por tanto complicado. Pero es clara la voluntad electoral de cambio, que altera el panorama político del bipartidismo imperfecto en el que nos movíamos y lo sustituye por un cuadro más móvil, que previsiblemente permitirá un mayor juego parlamentario. La suma de votos de PSOE, Podemos e IU arroja un resultado de 11.637.624 personas, mientras que la de PP y Ciudadanos da la de 10.708.821. Es por tanto evidente que las posiciones de la izquierda han obtenido casi un millón de votos más que las de la derecha. Si a ello unimos los votos de los partidos nacionalistas que son claramente contrarios a las políticas del PP, la distancia se amplía considerablemente en la intención declarada de los votantes opuesta al gobierno de Rajoy.

Estos cuatro años (2011-2015) de legislatura han sido un período extremadamente negativo para la situación social de los españoles y para la salud democrática del país. No ha habido crecimiento cuantitativo del empleo, y lo único que se ha logrado en ese cuatrienio es la degradación terrible de la calidad del mismo. Cae el empleo indefinido, aumenta el empleo temporal y a tiempo parcial, hay menos asalariados y crece discretamente el trabajo autónomo, mientras la pobreza aumenta –pobreza laboral y pobreza social– y la desprotección social se incrementa. Después de la reforma laboral permanente y los recortes sociales, hay casi cinco millones de parados, una cifra todavía escandalosa, el 21%, y se da el curioso fenómeno de que se ha reducido el paro sin que haya crecido el empleo. La gobernanza económica impulsó estas políticas de austeridad que implicaban unas reformas estructurales profundas en los países sobre endeudados como España, y que incluso obligó a reformar la Constitución introduciendo la regla del equilibrio presupuestario y el pago de las deudas, como expresión de una política económica neoliberal, pero un componente de la misma muy importante era precisamente el efecto social y político que tales políticas de austeridad inducían. Las reformas estructurales –la reforma laboral– han propiciado una oportunidad de recomponer el ámbito democrático del país, forzar su constitucionalidad y degradar el marco de desarrollo de la acción sindical y su base natural, el trabajo estable. Este componente político-ideológico fue muy relevante en la decisión de mantener tales medidas no sólo en el propósito de la Troika, especialmente claro en el caso de Grecia, sino que también en la intención del gobierno del Partido Popular al ganar las elecciones en noviembre de 2011 que ha llevado a la práctica durante todo este cuatrienio.

Las reformas laborales en pendiente a partir del 2010 y muy especialmente la del 2012, han inducido una fragmentación entre las distintas identidades del trabajo, más allá de la transformación que se está produciendo en la organización del trabajo y en la incidencia en el mismo de las TIC y la digitalización, y se ha acentuado la precarización del empleo casi como condición “normal” del desempeño del trabajo. Además en lo que respecta a las formas de empresa, se generalizan fenómenos de dislocación y de concentración que dificultan la estructura tradicional de la empresa y la atribución de responsabilidad, junto con nuevas y generalizadas formas de trabajo no declarado, y la rotación que se da entre el paro, la precariedad y la “inmersión” de un empleo doblemente precario y desprotegido. Esto hace que aparezcan problemáticas específicas y de una relativa originalidad, respecto de las formas típicas y atípicas del precariado, donde se incluyen figuras de trabajo autónomo, la problemática del trabajo de los jóvenes y la relación con el sistema educativo, el trabajo de la mujer y sus dobles desigualdades, la situación de los inmigrantes entre el trabajo no declarado y la condición social ínfima. En el otro extremo, la relación de trabajo “típica” se encuentra degradada ante el desgaste de su dimensión colectiva y la desestabilización del poder contractual del sindicato, así como mediante el impulso, no sólo normativo, sino fundamentalmente cultural, hacia la individualización en las relaciones laborales y de empleo, en la propia consideración del paro como un problema personal.

Es imprescindible por tanto un cambio de rumbo, en un sentido social y democrático. Como han señalado varios actores políticos y los sindicatos, hay “números” para que se forme un gobierno de progreso, poniendo fin al gobierno provisional de un partido derrotado en las urnas y carcomido por la corrupción. Un acuerdo de gobierno de progreso, que reconduzca los efectos negativos de la legislación neoliberal de la crisis, atendiendo de manera prioritaria a la reducción de la pobreza y de la desigualdad causadas por ésta, que derogue la reforma laboral y establezca un blindaje de derechos laborales y sociales.

Un gobierno de progreso que no necesariamente tiene que consistir en un compromiso que se proyecte sobre los cuatro años siguientes, sino, de manera posiblemente más segura, en la apertura de un período razonable de estabilidad que permita realizar las reformas mínimas para concurrir a unas nuevas elecciones con nuevas reglas de juego y en las que se pueda realmente consolidar el cambio político y social requerido. Es decir, un gobierno de transición que se comprometa en el plazo de un año o año y medio a la reforma del procedimiento electoral, un acuerdo mínimo sobre reformas legales que sustituyan a las normas del período de austeridad y de recortes sociales, y que se comprometa a defenderlas en Europa, combata firmemente la corrupción y adopte un compromiso de revisión de la organización del Estado en un sentido federal.

Converge con este objetivo otro que se deriva de la conformación plural del Parlamento, y es el de reforzar la función legislativa y directiva de la política que el poder legislativo debe tener en una democracia real, y que sin embargo ha sido sepultada por el juego de las mayorías absolutas, que han arruinado la función discursiva y de debate que deben tener las cámaras, y el cesarismo político–financiero que el Partido Popular dispuso como forma de gobierno desde su victoria en el 2011, con la expropiación real de la potestad legislativa a cargo de un gobierno legislador por la vía de urgencia. Revitalizar el Parlamento implica desbordar sus prácticas de sumisión al bipartidismo y al dominio de la actuación de las cámaras por la iniciativa gubernamental.

Hay posibilidades reales para llegar a ese acuerdo. No es admisible convocar nuevas elecciones –como parece el objetivo del Presidente Rajoy, que se fijarían para el 26 de junio– ni escamotear el sentido general del voto democrático de diciembre. Hay también propuestas concretas, no sólo en el documento que está sirviendo para la negociación a varias bandas que el PSOE realiza, sino en las concretas propuestas de reforma que se han hecho públicas. En la sección Debate de este mismo número, se publican las propuestas que el PSOE y Podemos enarbolan como necesarias en el cambio democrático que quieren protagonizar. Es además la oportunidad para consolidar un bloque político que cuestione la austeridad en Europa con fuerza significativa. No sólo Grecia, por razones obvias, y la mayoría de izquierdas de Portugal. También Italia actualmente está reaccionando frente a las exigencias de la Comisión respecto de la reconducción del presupuesto italiano y los recortes importantísimos de ajuste del gasto que se le exigen. La consecución de un gobierno de progreso en España ayudaría sustancialmente a crear un nuevo escenario que progresivamente rechazara la supeditación de las políticas europeas al interés de las instituciones financieras y de las grandes empresas.