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UNA RESPUESTA SINDICAL GLOBAL ANTE LAS TERAPIAS
NEOLIBERALES ANTI–CRISIS.

El nuevo giro de la crisis que ha comenzado a partir de marzo de 2010, con la llamada “crisis griega”, ha generado una ofensiva de reformas en los estados–nación europeos sobre la base de unos principios comunes que insisten en el equilibrio presupuestario y en el recorte del déficit a los niveles fijados en el Plan de Estabilización de 1993. La terapia anti–crisis que han decidido las instituciones reguladoras de los mercados financieros, y en Europa el BCE junto con la presencia de un resucitado FMI, se desgrana en tres fases. Una primera fase es la de la reducción del gasto público, “redimensionamiento” del aparato estatal y administrativo con reducción de plantillas de empleados públicos, e incluso rebajas salariales para este colectivo. Una segunda fase se concentra en las llamadas “reformas estructurales del mercado de trabajo”, que en sustancia implica la revisión de los modelos legislativos de regulación del trabajo para degradar las garantías de empleo, actuando sobre el coste y la motivación del despido, a la vez que se apuesta por una decisiva “empresarialización” de los ámbitos de regulación colectiva, con la consiguiente derogación de unidades de negociación superiores en el nivel del sector de producción, y erosionando por consiguiente de forma irreversible la fuerza vinculante de los convenios colectivos sobre la base de una inaplicación de los mismos en los establecimientos empresariales a voluntad de los titulares de la empresa. En una tercera fase, el sistema de pensiones público y en especial las pensiones de jubilación, sufre recortes importantes tanto mediante la ampliación de la edad de jubilación y del período de cotización previa necesaria para tener derecho a la pensión, como en otros aspectos de recorte del gasto que logran la expulsión del sistema de tutela de una amplia masa de trabajadores que se desplazan a los niveles de cobertura asistencial.

Las reformas griegas inauguraron esta vía, unificando las tres fases en la fórmula de estabilización que les impuso el BCE y el FMI. La tendencia a la reducción del gasto público y al adelgazamiento del Estado ha sido seguida de forma dramática en Rumanía, pero también en Portugal, en Italia y en Alemania, con algunas correcciones sin embargo derivadas del especial contexto político en cada país en lo que se refiere a una cierta intervención sobre el incremento de ingresos vía ampliación de impuestos de muy distinto signo, o a una selección en las partidas del gasto público. Se anuncian terribles en el Reino Unido y en Holanda, ligadas al cambio de orientación política en estos países, que en Holanda ha llevado a la coalición de gobierno a la ultraderecha, y también Francia, de las grandes naciones de la UE, camina en esta dirección. Algunos casos menores, pero muy sintomáticos, como el de Hungría, en donde las fuerzas liberales y conservadoras anunciaron primero y desmintieron después una situación de déficit galopante que justificara recortes excepcionales del gasto público, o el programa que ha unificado a todas las fuerzas conservadoras en Eslovaquia frente al partido socialdemócrata vencedor en las elecciones sin mayoría absoluta, demuestran la tendencia política que se está extendiendo en el plano de la política electoral, en una buena parte de Europa y especialmente en los países de la eurozona.

Hay también previstas reformas correspondientes a la segunda y tercera fase de esta terapia neoliberal. No sólo en Grecia, donde liberalización del despido y recorte de la pensión de jubilación han ido de la mano desde el primer momento en el plan de “salvamento” de aquel país, sino en otros países importantes. En Italia, las reformas “estructurales” van goteando no sólo mediante la proliferación de formas contractuales precarias y sin tutelas legales sino muy especialmente mediante la desjudicialización del control del despido, renunciando a la tutela judicial efectiva en cláusula individual o colectiva, sustituyéndolo por un arbitraje de equidad. Aunque naturalmente se trata de unas previsiones legales que chocan con el marco constitucional italiano, como ha señalado la mayoría de la doctrina laboralista de aquél país, lo importante es constar la insistencia, mas allá de las fronteras nacionales, en impedir el control judicial del acto de despido del empresario, haciendo que éste sea siempre definitivo, con independencia del coste económico que asuma. También en Italia, la llamada “descentralización” de la negociación colectiva se ha impuesto mediante la firma de un Acuerdo “separado” que no ha suscrito el sindicato mayoritario, la CGIL, y actualmente se debate en aquel país la propuesta de acuerdos de empresa –el primero el de la FIAT, ligado a la fabricación de un nuevo producto en Italia o su deslocalización a Polonia– en los que se condiciona la decisión empresarial de supervivencia de un establecimiento a la renuncia de sus trabajadores a derechos ciudadanos fundamentales, como los de libre expresión, información y huelga, y ello sin perjuicio de que los juristas del trabajo de aquel país recuerden la inconstitucionalidad palmaria de este tipo de acuerdos.

La actuación sobre la pensión de jubilación, la ampliación de la edad pensionable y el recorte de las prestaciones es la tercera fase de un proyecto que se anticipa ya en algunos países, y no sólo en el caso de Grecia, en donde se quiere poner en marcha una verdadera reestructuración a la baja del sistema. En Francia, mediante la postergación a los 62 años de la edad de jubilación, en Gran Bretaña, que se pretende a los 66 para los hombres y 65 para las mujeres, de los actuales 60 años. En Rumanía el Tribunal Constitucional ha paralizado la rebaja de las cuantías de las pensiones que proponía el Gobierno.

Sobre todas estas experiencias, posiblemente el ejemplo más sintomático lo ofrezca España. Y ello porque de partida tenía un gobierno socialista muy hostigado por una derecha política muy agresiva, que le había hecho buscar apoyo para la gobernanza social en el impulso de los mecanismos de diálogo social y en una firme defensa de estructuras institucionales de la regulación del trabajo que resistían las exigencias de abaratamiento y descausalización del despido. Sin embargo, la presión de los mercados financieros y la insistencia de las instituciones económicas europeas ha ido generando un cambio radical en el planteamiento del gobierno español que paulatinamente, pero también decididamente, se ha escorado sobre perspectivas neoliberales acordes con el fundamentalismo monetarista triunfante.

Este giro se ha realizado, hasta el momento, en dos tiempos. Primero, mediante la congelación del gasto público en inversiones e infraestructuras, creación de empleo público y reducción del sector industrial y de servicios con participación pública. En ese contexto restrictivo, se ha impuesto la reducción salarial de los empleados públicos en un 5% sobre la masa salarial global. Sucede además que esta decisión llevada a cabo por un Decreto Ley en mayo 2010, convalidado por el Parlamento con los únicos votos del Partido Socialista, que se benefició de la abstención de los nacionalistas catalanes para alcanzar la mayoría requerida por un solo voto, invalida un Acuerdo colectivo logrado con los sindicatos de funcionarios en septiembre de 2009, en el que se había pactado la contención salarial –el 0,3 % de aumento– durante tres años con revisión posterior al terminar el trienio en función del coste de la vida (IPC).

De esta manera, la norma de reducción de salarios en el empleo público produce un efecto destructivo sobre la negociación colectiva. En la práctica lo que realiza es la anulación de la negociación colectiva vigente tanto para los funcionarios públicos, como, y esto es mas relevante si cabe, para los trabajadores que prestan sus servicios a las Administraciones públicas. Mientras que la legislación española permite en el campo de la función pública una suspensión de los pactos colectivos de los funcionarios sobre la base de imperativos de políticas económicas definidas por el gobierno con posterioridad a la firma del convenio, la constitución garantiza en todo caso la fuerza vinculante de los convenios colectivos entre empresas y trabajadores, por lo que la norma española erosiona de forma gravísima este principio de autonomía normativa colectiva.

Naturalmente que esta decisión plantea muchos problemas de constitucionalidad y de ilegalidad, porque se aparta de los cauces legalmente previstos, por lo que, al margen de los procesos de conflictividad social que ha desencadenado, se abrirá un proceso largo de cuestionamiento judicial del Real Decreto–Ley 8/2008 y sus normas de desarrollo que pueden culminar en un reproche de constitucionalidad, puesto que la anulación práctica de la negociación colectiva y su inaplicación no sólo afectan a la autonomía de los grupos sociales, sino también y de forma decisiva, a la función institucional de los sindicatos, por lo que constituye una clara agresión a la libertad sindical protegida por la Constitución española.
El segundo tiempo de este giro neoliberal viene dado por la intervención sobre el marco legislativo de las relaciones laborales, sobre la base fundamentalmente de la reformulación de las garantías de los derechos de los trabajadores sobre el empleo, en especial en lo relativo al régimen del despido, y en la pérdida de incidencia de la negociación colectiva sectorial sobre los condicionamientos concretos de las empresas. Pese a haberse estado negociando de forma permanente desde el otoño de 2009 en varias fases, la última de las cuales caracterizada por la defensa a ultranza por parte del asociacionismo empresarial de posiciones de máximos, el diálogo social no ha cumplido su función de “gobernanza”. En este fracaso han convergido problemas de legitimación de la patronal y su convencimiento que el acuerdo iba a ofrecer siempre posiciones de consenso menos complacientes con el pliego de reivindicaciones empresariales que una intervención del gobierno. Pero también la impaciencia del poder público que exigía una respuesta a plazo fijo para presentarla a los guardianes de la ortodoxia monetarista del Ecofin. Tras la ruptura del último intento, el Gobierno promulgó el Real Decreto–Ley 10/2010 de 16 de junio que fue convalidado en el congreso con los votos de los diputados socialistas –con la única excepción de Antonio Gutiérrez, ex–secretario general de CC.OO.– y la abstención de la derecha política y los grupos nacionalistas, norma que inicia ahora su tramitación como ley en el Parlamento, abriendo así un período de posibles modificaciones a las medidas adoptadas en función de los acuerdos con los grupos políticos de la derecha y nacionalistas ya que la izquierda del PSOE no ha sido ni siquiera consultada, lo que abre la incógnita sobre la incorporación a este proceso de reformas de prescripciones mas restrictivas de derechos laborales.

En el próximo número de la revista habrá tiempo para dedicarse con detenimiento al examen de las líneas generales de esta reforma laboral. Baste ahora decir que el Real Decreto Ley no aborda con decisión la prohibición de encadenamiento ni los límites a la contratación temporal, y se centra por el contrario en asumir la monetarización del despido, es decir en considerarlo exclusivamente en cuanto coste económico de la decisión de extinguir unilateralmente el contrato de trabajo, sin atender a que la estabilidad de éste es la condición de garantía del derecho al trabajo reconocido constitucionalmente, que enlaza el valor del trabajo como forma de existencia de la mayoría de la población y como condición de ciudadanía. En la norma promulgada resalta simbólicamente no tanto el abaratamiento del coste del despido para el empresario como la subvención pública del acto de despedir, y el reconocimiento del carácter definitivo de la decisión empresarial aunque ésta sea –o precisamente porque lo es– antijurídica o improcedente, obstaculizando o vaciando de contenido el control judicial del acto de despido que no modifica ni altera la determinación unilateral de la extinción del contrato. Además, el segundo vector significativo de la reforma es la erosión de la fuerza vinculante del convenio colectivo sectorial permitiendo su inaplicación en la empresa respecto de materias centrales de la regulación colectiva, como salarios, tiempo de trabajo y su distribución, horario laboral u organización del trabajo. En una dirección completamente opuesta a lo que fueron los muy importantes Acuerdos de 1997 sobre negociación colectiva, se prefigura progresivamente un diseño de las relaciones laborales a partir de un autorreferente sistema–empresa. Otras prescripciones sobre la interposición en el mercado de trabajo van en el camino de facilitar la flexibilidad en la contratación temporal.

La tercera fase de esta planificada actuación en los países europeos también ha de llegar a España, a través de una revisión de los principios básicos del Pacto de Toledo en donde el endurecimiento de los requisitos de acceso a la prestación y la elevación de la edad pensionable a los 67 años son algunos de los elementos más llamativos. Sin embargo, tras el éxito de las medidas propuestas por el gobierno español calificadas de “valientes” y eficaces para “salvar a España de la suspensión de pagos”, es previsible que la reforma de las pensiones se deslice hasta el último trimestre del año, en el entorno del debate presupuestario, separándose por tanto de las dos fases que le han precedido.

El caso de España es emblemático, en definitiva, no sólo por el giro neoliberal de la política gubernamental y su carácter tendencialmente completo, siguiendo el modelo impuesto por las autoridades económicas europeas y el FMI para realizar un severo ajuste, reducir el déficit y fortalecer la asimetría de poder entre empresa y mercado y el trabajo como valor político y social. Lo es también por la explicitación de la subordinación de los mecanismos de participación democrática a las decisiones de poderes públicos orientadas exclusivamente a la defensa de los intereses de los detentadores de la riqueza y a la desigualdad social.

La única forma de responder a este tipo de actuaciones haciendo valer el peso de los trabajadores y de los ciudadanos en la determinación de las opciones fundamentales de la política es la movilización social. En un primer momento ésta se ha presentado como protesta y como resistencia a las medidas. La ola de conflictividad social se está extendiendo por todos los países de Europa del Sur de forma progresiva, país por país, con grandes manifestaciones y huelgas. Es previsible que a la vuelta del verano Alemania e Inglaterra puedan unirse a esta ola de protestas. Pero el problema no es nacional, ni basta una respuesta sindical “en mosaico”, como suma de distintas movilizaciones en cada estado–nación y en respuesta a las concretas formas de aplicar las “reformas estructurales” en ese territorio. Se requiere un análisis global y una forma de actuación también coordinada, tanto en el espacio supranacional europeo como en el de la globalización. La respuesta a esta coordinada presión hacia la reforma del modelo legal de relaciones de trabajo tiene que hacerse a nivel europeo, puesto que es el modelo social europeo quien está amenazado de forma grave por estos procesos de erosión. El sindicalismo europeo, sin embargo, está aletargado y responde con dificultad y lentitud a una situación cargada de tensiones en los espacios nacional–estatales de la Unión europea. Posiblemente en esa premiosidad en la respuesta –y explicando asimismo la dificultad de elaboración de conceptos críticos y programáticos respecto de la situación en la que se encuentran los millones de trabajadores europeos– se sitúa asimismo la inexistencia práctica de una reflexión política por parte de la socialdemocracia europea, que no se define como alternativa a lo existente y que ha perdido la capacidad de reflexionar sobre los elementos centrales de un sistema democrático y la forma de radicalizarlos frente al despotismo de los poderes económicos y financieros. La situación está abierta y por consiguiente debe merecer atención en el futuro próximo. Mientras tanto, la preparación y extensión de las movilizaciones, tanto en España como en otros países, y coordinadamente en el ámbito europeo, resultan una condición necesaria para conformar una alternativa desde la izquierda social en torno a un proyecto de reforma y en cierto modo de refundación de la democracia en torno a sus dimensiones social y política. Este es el sentido con el que puede leerse la convocatoria de huelga general por CCOO y UGT haciéndola coincidir con el día de movilización que a finales de septiembre 2010 la Confederación Europea de Sindicatos ha lanzado reivindicando un nuevo modelo de desarrollo económico mundial, que sea económicamente eficiente, socialmente justo y ambientalmente sostenible y que se concreta en una serie de actividades en Europa “para recuperar el crecimiento” y en defensa de las “políticas públicas”.

Pero junto con esa mirada europea de la salida de la crisis, es necesario un replanteamiento sobre la construcción del sindicalismo a nivel global. El momento es ahora decisivo, y coincide con la celebración del 2º congreso de la Confederación Sindical Internacional (CSI) en Vancouver y el relevo del secretario general Guy Ryder por una mujer, Sharan Burrow, que compatibilizaba su cargo de Presidenta con la dirección de los sindicatos australianos. Hay que tener en cuenta que el Congreso fundador de la CSI, en Viena hace cuatro años, se propuso “cambiar de manera fundamental la globalización”. Hoy sin embargo los sindicatos en todo el mundo se enfrentan a una “crisis radical de la globalización”, producida por el masivo colapso financiero y las consecuencias sobre la economía real y el empleo.El secretario saliente, en su informe al Congreso, ha señalado que de dominar esta visión política y económica, la situación para los trabajadores sería peor que la actual. De forma muy gráfica explica que si la crisis mundial no representa la ruptura con las “ortodoxias” caracterizadas por los prejuicios de género, anti–obreros y anti–pobres, aplicadas durante las últimas tres décadas, será la ocasión para que aquellos interesados en su supervivencia consigan dar otra vuelta de tuerca. “Los trabajadores no sólo serían las principales víctimas de la crisis misma, sino que además se verían obligados a cargar con la factura para salir de ella. Al enorme sufrimiento humano que supone la pérdida de puestos de trabajo, hogares y pensiones, habría que añadir las privaciones ocasionadas por una nueva degradación de las condiciones del mercado de trabajo y un durísimo clima de rigor fiscal y recortes en los servicios públicos”.

El Congreso de Vancouver habla de responsabilidades enormes para el sindicalismo internacional, que no puede asumirlas en solitario, y señala un conjunto de líneas de acción que se expresan en una serie de resoluciones que abarcan temas centrales para los contenidos y los métodos de la acción sindical mundial. Tres de ellos se concentran sobre categorías específicas de trabajadores, en donde las condiciones sociales y de vida se entremezclan decisivamente con las condiciones de trabajo y de empleo, teniendo además en común su posición subalterna respecto de la situación material, cultural y social que gozan otros grupos de trabajadores. Son identidades laborales frágiles, en una vida frecuentemente dislocada y en muchos sentidos precaria. Por eso “una vida decente para los trabajadores y las trabajadoras jóvenes”, los trabajadores migrantes y la igualdad de género constituyen la mitad de los textos de acción aprobados en Vancouver. Otros dos abordan elementos centrales en la construcción de un proyecto sindical que quiere afirmar un tipo de civilización basada en la justicia y en el equilibrio social: hacer extensiva la protección social y garantizar una buena salud y seguridad en el trabajo, de una parte, y de otra, ampliar y extender los derechos fundamentales de los trabajadores, mediante su promoción y defensa, relacionando la categoría de los derechos fundamentales de los trabajadores con el concepto de trabajo decente de la OIT y la Declaración de la misma de 1998 y desarrollando un amplio escenario de reivindicación de estos derechos, en especial a través de la negociación colectiva en las empresas transnacionales y los Acuerdos–Marco globales. También en la línea clásica de hermanar sindicalismo internacional y pacifismo, una última resolución examina la situación de la democracia, la paz y la seguridad, en relación con el papel que debe desempeñar Naciones Unidas. Una última resolución sobre el cambio climático y por el desarrollo sostenible confirma el papel relevante que en este aspecto lleva desempeñando la CSI en la idea de una “transición justa”, que es inseparable de la necesidad de cambios profundos en el modelo económico de la globalización.

Todos estos temas están por consiguiente planteados en la buena dirección por el sindicalismo global. Las resoluciones de Vancouver señalan una línea de actuación del sindicato como actor global naturalmente no exclusivo, en la elaboración de políticas que caminen en una salida a la crisis que desarrolle los derechos de los trabajadores y que haga crecer la economía con una importante redistribución de recursos en la que la desmercantilización de las necesidades sociales es imprescindible. La CSI encuentra en algunas instituciones internacionales un buen interlocutor, como sucede sobre todo con la OIT y, en mucha menor medida con la ONU. Pero también está presente en las reuniones del FMI y del Banco Mundial, y en las reuniones de la gobernanza mundial a partir de los 20 países más poderosos del globo. Es evidente sin embargo que la retórica de las declaraciones y la enunciación de los programas de acción requiere una estructuración organizativa adecuada y coherente, en donde la integración de las federaciones sindicales internacionales es una opción estratégica que debe acelerarse, y en la que la relación de la CSI con sus organizaciones regionales resulta también determinante. La forma de trabajar de una gran organización internacional, con sus pesadas herencias burocráticas, tiene también que modificarse, con una mayor participación y reforzamiento de los procedimientos de reflexión, debate y toma de decisiones de forma democrática. Como sucede con los asuntos importantes, no es algo a lo que se dedique mucha atención en los medios de comunicación, pero tampoco en los especializados, incluidos los sindicales. Por eso en este número la Revista de Derecho Social acoge una “conversación informal” entre José Luis López Bulla e Isidor Boix que tiene por objeto justamente la definición del contenido de la acción sindical global y sus problemas en torno al sujeto representativo de los trabajadores del mundo, la CSI. A lo largo de esta conversación, se destacan críticamente muchos de los grandes problemas a los que se enfrenta el sindicato que se despliega en su actuación en la dimensión global, siempre sobre la base de la cada vez mayor necesidad de que este plano del análisis y de la actuación representativa deba alcanzar un nivel de centralidad y de exigencia en la estrategia y en la discusión de los sindicatos nacionales. Porque la salida de la crisis tiene que efectuarse en el marco de una estrategia de consolidación de derechos laborales y de protección social, en la que la acción sindical global resulta imprescindible.

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