El futuro del trabajo. Editorial Revista de Derecho Social – Número 80

Es un lugar común comprobar que vivimos en una época de turbulencias y rápidas transformaciones que cuestionan algunas certezas muy establecidas y que plantean retos e interrogantes sobre el futuro del trabajo que ya no es como nos lo representábamos hace tan solo una veintena de años. Estas incertidumbres sobre el futuro suelen centrarse en dos grandes bloques de problemas. De un lado, la posibilidad de que se de continuidad a una política de desmantelamiento de derechos laborales que ha venido irrumpiendo en los últimos ocho años. De otro, la presencia, profusamente anunciada, de cambios tecnológicos decisivos en la modificación de las formas de trabajar. Son dos discursos paralelos que sin embargo en más ocasiones de las que se quiere reconocer, convergen. El mundo del futuro requiere un trabajo sin garantías, líquido y esencialmente inestable, y, viceversa, la degradación de los derechos laborales es plenamente funcional no sólo a la creación de nuevos empleos sino a la propia recuperación de la economía.

En el primer vector, el futuro del trabajo pronostica la consolidación de un paradigma regulativo que abandona paulatinamente el modelo de reconocimiento y garantía de derechos derivados del Estado Social, consolidando una brecha creciente entre las constituciones nacionales y la regulación de mercado que directamente quiere imponer sus reglas sobre el trabajo ignorando el marco institucional que caracteriza a los sistemas democráticos desarrollados. Es un proceso que tiene sus hitos marcados.

En efecto, la crisis económica y financiera que comienza en el crack del 2008 y ha afectado prioritariamente al mundo desarrollado, tiene una especial repercusión en la Unión Europea, presente a partir de la crisis del Euro en el 2010 con Grecia, que generó la emanación de mecanismos intergubernamentales de estabilidad monetaria y financiera con intervenciones de soporte a las economías de los países sobre endeudados sometidas para su concesión a criterios “de estricta condicionalidad política” que generaron las llamadas políticas de austeridad que asolaron el sur y el este de Europa a partir de aquella fecha generando un incremento formidable de la desigualdad, empujando a la exclusión social a amplias capas de la población y a una devaluación salarial extremadamente fuerte en todos esos países.

A partir de 2015, y en España especialmente a partir de los procesos electorales de ese año, se entiende que “lo peor ha pasado” y se abre una fase denominada de “recuperación” en la que se hace público –con la entusiasta colaboración de los medios de comunicación– que la crisis ya ha sido superada y que en consecuencia volvemos paulatinamente a la senda del crecimiento. Los acontecimientos políticos generaron ciertas turbulencias durante todo el año 2016, que fue un tiempo perdido para imponer un cambio político que era factible a partir de los resultados electorales de diciembre del 2015, pero finalmente el Partido Popular, aunque en minoría, pudo constituirse en gobierno gracias al apoyo irrestricto de Ciudadanos y la abstención activa del PSOE. La apertura en el 2017 de una nueva estación sindical, con el cambio en las direcciones de UGT primero y de CCOO después, junto con algunos hechos laboralmente relevantes en el plano de la regulación jurídica –la absolución de los sindicalistas procesados por su participación en piquetes, la continuidad y extensión de huelgas y movilizaciones de empresa y de sector en torno a los convenios colectivos, el cuestionamiento por obra del Tribunal de Justicia de la Unión europea del marco regulador de la contratación temporal– permitió iniciar un debate sobre las consecuencias de la crisis y la necesidad de recuperar una buena parte de los derechos degradados y sometidos durante la misma, pero este discurso apenas encontró eco en la opinión pública, literalmente engullida a partir de septiembre por los sucesos catalanes, que concentraron toda la atención mediática y emocional, borrando incluso iniciativas muy importantes como la marcha de las pensiones efectuada entre el final de septiembre y la primera semana de octubre.

Estos son los sucesos que han permitido que en la opinión pública se dé por supuesto que ya no hay crisis. El discurso dominante señala que la crisis haya desaparecido y que en su lugar encontramos un momento indeciso de crecimiento y desarrollo que permite mirar hacia adelante con optimismo. Los costes de la crisis, si se mencionan, se entienden efectos naturales de la recuperación. De esta manera se consiguen a la vez dos objetivos importantes. De un lado, se asegura implícitamente la irreversibilidad de las “reformas estructurales” que en el período más álgido (2010-2014) se han venido materializando en nuestro país como efecto de las llamadas políticas de austeridad que se aplicaron de manera autoritaria a los países sobre endeudados del sur y este de Europa. De otro lado, se instala en la opinión pública el convencimiento de que la única forma de obtener empleo se produce desde la aceptación de la desigualdad salarial y de la precariedad como regla, originando subjetividades cómplices con el proceso de acumulación, refractarias a cualquier planteamiento colectivo tanto del problema como de su solución.

Como segundo vector, en gran medida coincidente con el anterior, se subraya la capacidad de la revolución tecnológica para propulsar la productividad y estimular una nueva ola de crecimiento, de manera que, aunque la recuperación económica está siendo lenta y en ocasiones resulta estacionaria, hay un impulso creciente que la hará despegar de nuevo, y este consiste en el cambio tecnológico profundo que impone fundamentalmente la revolución digital. Este nuevo escenario requiere medidas de transición porque liberará una gran cantidad de trabajo y por tanto procederá a una ingente destrucción de empleo, junto con la exigencia de una transformación decisiva del tipo de empleo regulado, mucho más autónomo, lábil y disponible, para cuya regulación no son idóneos los viejos requerimientos de estabilidad y de un marco de derechos colectivos que procuran un tratamiento homogéneo de las condiciones salariales y de empleo incompatible con el tiempo de la digitalización. Diversificación, autonomía, individualización, son las grandes palabras de orden del futuro del trabajo en esta era digital, que sin embargo convivirán de manera polarizada con una parte de trabajo plenamente descualificado, precario y mal remunerado para el que tampoco sirven las fórmulas de regulación sindical.

Como todo discurso futurista, el del determinismo tecnológico tiene adeptos entusiastas y produce una gran fascinación. Pero en la realidad no se presenta como un elemento que permanezca aislado de los procesos sociales en los que se inserta. El trabajo en plataformas digitales y el fenómeno de la uberización, el trabajo en red y la descentralización productiva, las nuevas formas de trabajo que se asientan en nuevas formas de consumo y producción, están siendo cada vez más objeto no sólo de la atención de las figuras colectivas que representan al trabajo, sino más específicamente, de aquellos que se dedican al estudio de estas relaciones sociales. En concreto, los juristas del trabajo se han visto directamente atraídos por el análisis de estos fenómenos y su explicación crítica. El tema es tan relevante que a ello se dedica el espacio de debate del presente número de la Revista, con dos interesantísimas aportaciones, una de Silvia Borelli y Juana Serrano sobre el desarrollo del problema desde el planteamiento que sugiere el examen de estos fenómenos desde el sistema jurídico y otro de Eva Garrido, reflexionando sobre la existencia de formas de representación colectiva en estos sectores. Pero hay más intervenciones en el presente fascículo que abordan este tema, como el comentario a la sentencia del Tribunal de Justicia sobre Uber que firma Francisco Trillo o una recensión del libro coordinado por las profesoras Mora y Rodríguez sobre el futuro del trabajo en el marco del debate impulsado sobre esta materia por la OIT. El tema es muy importante, suscita gran interés y seguramente en números sucesivos asomará al debate con nuevas aportaciones.

Frente a estos escenarios de degradación del trabajo en un futuro próximo, la narrativa sindical junto con otras narrativas críticas de la realidad que diseñan proyectos alternativos, pueden oponerse con éxito. El discurso dominante sobre el desmantelamiento de los derechos producidos por la crisis como condición de recuperación económica y de un nuevo marco de relaciones laborales legitima el dominio y la servidumbre voluntaria ante el mismo, y ese es el mismo resultado que produce la exaltación de un mundo tecnológicamente feliz y profundamente dual, que se organiza en torno a la superioridad del cognitariado que es cooptado por quienes dirigen el proceso de acumulación. El relato sindical es un discurso potente al subrayar no sólo los elementos lesivos para los derechos de los trabajadores, denunciar la precariedad y la fragmentación del trabajo y las cada vez mayores situaciones de desprotección social, sino porque posee instrumentos de regulación y de recomposición del trabajo concreto a través del conflicto y de la negociación colectiva y es capaz de actuar simultáneamente en los diferentes planos o escalas donde crea reglas colectivas y vinculantes que permiten reconocer en mayor o menor medida que el trabajo no es solo un objeto de comercio, que forma parte de la personalidad individual y crea la cohesión social decisiva para fundamentar una condición de ciudadanía que no acepta ser considerada desigual y subalterna.

No es desde luego el único relato que permite armar una conciencia crítica sobre la realidad social del futuro del trabajo y la necesidad de su cambio. Hay otros relatos que buscan desde perspectivas diferentes esa misma finalidad, y que en muchos momentos son más amplios y profundos que el sostenido por el sindicalismo sobre la base de la centralidad del trabajo. Los feminismos han construido un proyecto vigoroso y radical que exige un nuevo pacto sexual y un nuevo pacto colectivo sobre premisas radicalmente opuestas al modelo de acumulación en el que nos movemos. Es importante crear las condiciones para que estos relatos que cuestionan el sistema económico, social y político sobre bases emancipatorias y de desbordamiento democrático, puedan confluir y retroalimentarse de manera productiva.

Este es uno de los motivos por los que la convocatoria por CCOO y UGT de dos horas de paro en cada turno para el 8 de marzo del 2018 significa un paso adelante muy importante en la confluencia de este tipo de planteamientos alternativos, generando así una práctica que va mucho más allá de la acción de declarar una huelga en correspondencia con la convocatoria que ha efectuado el movimiento feminista. Se trata de considerar un espacio común de trabajo político e ideológico, de hacer converger los análisis provenientes de la centralidad del trabajo con los planteamientos fundamentalmente basados en la condición de género y en una economía feminista que en muchos momentos tiene que ser conocida y reconocida por el discurso sindical. Se trata en definitiva de diseñar un futuro del trabajo que no prescinda de su reivindicación igualitaria y emancipadora.

De esta manera, mediante la confluencia de narrativas alternativas y críticas, se puede combatir con más eficacia la visión apaciguadora y mistificadora de que la crisis ha sido superada o que el desarrollo tecnológico impondrá una metamorfosis del trabajo que anulará la condición de ciudadanía que le subyace. La crisis por el contrario permanece, constituye una situación de desigualdad y de injusticia que es connatural a un modelo de relaciones sociales y de relaciones de trabajo que se confronta decididamente con planteamientos igualitarios y democráticos. Tras la utilización de las medidas de austeridad como una situación de excepción para suspender y degradar derechos sociales fundamentales, se quiere ahora acomodar la “superación” de la crisis con la implantación de un modelo neoautoritario de relaciones de trabajo en el que el sometimiento individual de las personas que se logra mediante la violencia del mercado y la erosión del poder colectivo sindical. No es esta la hoja de ruta por la que hay que transitar. El futuro del trabajo está por escribir a partir precisamente de las luchas de mujeres y hombres por una sociedad mejor e igualitaria en la que el trabajo sea la fuente de la riqueza en un modelo de crecimiento sostenible que provenga de una transición ecológica pactada y que dote a cada persona de un conjunto de derechos que garanticen su libertad y seguridad en la existencia. Con la modestia del pensamiento del derecho, este es el futuro del trabajo que creemos factible.