El irresistible ascenso de la licencia para despedir

Umberto Romagnoli[1]

1. Una resolutiva heterogénesis de los fines. 2. Evocando el pasado, se habla del presente.

  1. Una resolutiva heterogénesis de los fines

Visto el estimable éxito que el derecho del trabajo se ganó en el curso del siglo XX, no se equivocan quienes lo juzgan como “el” derecho del siglo. Por eso, produce una cierta impresión pensar que no habría podido siquiera ver la luz si hubiesen funcionado de manera menos permisiva los aparatos públicos de control coetáneos al advenimiento de la edad industrial. La industria, de hecho, tenía necesidad de procurarse mano de obra por tiempo indefinido, pero la modalidad era jurídicamente inadmisible.

En imitación del artículo 1780 del code civil napoleónico, el artículo 1628 del código civil italiano de 1865 demonizaba el contrato que obligara al individuo a trabajar durante toda la vida al servicio de alguien, porque lo identificaba como un atentado a la libertad personal del contratante. De hecho, para resguardar los principios–guía de la revolución francesa en aquellos países que se estaban abriendo a la modernización, los codificadores formularon la prohibición de instaurar relaciones de trabajo subordinado sin un plazo prefijado y sancionaron la violación que los más descuidados, o los más desviados, de sus contemporáneos hubieran podido cometer, con el más perentorio automatismo que un código civil pueda prever: la nulidad total del contrato, con la consiguiente exoneración de la responsabilidad por los daños causados por el cese voluntario y unilateral de la relación.

Son suficientes estas pocas pinceladas introductorias para darse cuenta que la buena reputación del derecho del trabajo se liga al parecer unánime sobre la ilegalidad de su origen, aunque es necesario añadir inmediatamente, también a la obstinada voluntad de los comunes mortales en aligerar sus pesados costos sociales y transformar en una oportunidad lo que los legisladores consideraban una desgracia. En realidad, sin la aportación de la negociación colectiva, el conjunto de garantías que caracterizará al trabajo hegemónico del siglo XX habría tardado –no podemos saber cuánto– en traducirse en una tipología contractual codificada. Al ser una fuente regulativa de relaciones en serie que imitaban las formas expresivas y la misma sustancia de ley, el convenio colectivo estipulado por representaciones de base voluntaria por parte de sus destinatarios organizará, de hecho, la base de consenso del que estaba privado un orden social que los individuos, no pudiendo elegirlo ni refutarlo, uti singuli[2] podían solamente soportar y metabolizar. Es como si sobre el minúsculo corpus de reglas del trabajo dependiente que había venido caminando con las débiles piernas de la autonomía privada–individual, hubiese despuntado una cabeza para pensar. Que ciertamente pensará. Incluso a lo grande, ocupándose tanto del salario o del horario de trabajo como de la manera de civilizar el ordenamiento jerárquico–piramidal de la fabrica, donde el obstáculo principal por superar era (y seguirá siendo) el anómalo cúmulo de roles de acusador–juez–parte lesionada en las manos del homme d’argent[3] en su calidad de detentador del poder disciplinario[4].

En cualquier caso, por iluminista que fuera, la prohibición fue desde el principio una medida de orden público socialmente apreciable, porque el contrato de trabajo a tiempo indefinido prefiguraba un modelo de relaciones lejano a la forma mentis[5] y a las costumbres de generaciones de artesanos cuya memoria colectiva los predisponía a idealizar el trabajo libre–profesional con sus miserias, pero también con sus pequeños privilegios y los status symbol que hacían de esta categoría de productores la élite de la pobreza laboriosa[6]. El mismo Ludovico Barassi, que en general es considerado el padre putativo del derecho del trabajo italiano, estaba al corriente de la hostilidad suscitada por la perspectiva de trabajar sometido a un patrón. Y lo justificaba con un tono de comprensión. “La distinción entre trabajo autónomo y subordinado”, escribía, “está demasiado radicada en la naturaleza humana como para que vaya a desaparecer”. Por esto, soñaba una política del derecho que contuviera el proceso de desarraigo social provocado por la industrialización mediante el apoyo a los pequeños emprendedores diseminados en los valles y en los centros urbanos en donde prosperaba el artesanado también bajo la forma de trabajo a domicilio. “Es indudable que el legislador deba hacer todo lo que pueda para favorecer las condiciones de paso al trabajo autónomo” y, por su parte, el juez interpelado para dirimir una controversia sobre la exacta clasificación de una relación de intercambio entre trabajo y retribución “ debe propender al trabajo autónomo cuando las condiciones personales, sociales y patrimoniales del trabajador hagan pensar que está en condiciones de dominar los riesgos de la organización de su propio hacer. (…) Entiendo que por esta vía se llegará, en la duda, a presumir que el trabajador renuncia a la compensación, si el resultado no es obtenido, pero no me asusto por tal consecuencia (…). Las ventajas de la autonomía compensarán con mucho la posibilidad del riesgo (…), porque es notorio que se trabaja más a gusto por cuenta propia que bajo dependencia ajena”[7].

Sin embargo, puede considerarse que a caballo entre el fin del siglo XIX y el inicio del siglo XX, la expectativa de la larga duración de la relación de trabajo no puede ya interpretarse como un síndrome de la refeudalización de sociedades llenas de sombras y fantasmas. Por lo demás, es realista preguntarse si el homme de travail que la industria alejaba de los campos o de las bodegas artesanas haya tenido en serio la posibilidad de probar el sabor de la libertad que le había sido prometida. Impelido por eventos memorables a creer que solo dependía de él elegir entre vínculos feudales de status que lo retenían en las condiciones materiales en las que le había tocado nacer, estaba al mismo tiempo asustado por ello. Es verdad que el código civil le hablaba del valor progresista de haberse transformado en un sujeto que puede vincularse tan sólo a lo que libremente ha querido y le contaba que sería el exclusivo dominus de su persona y de su libertad; una libertad que se materializaba mediante un contrato que tenía la virtud de instituir una relación paritaria. Pero la familiaridad de la concepción servil del trabajo que había interiorizado desde que había mamado la leche materna lo inclinaba al pesimismo; un poco porque la adquisición de la libertad se pagaba en lo inmediato con la renuncia a la seguridad existencial (poca o mucha que fuese) que le concedía el patronus y un poco porque temía que la libertad contractual se convirtiera en su contrario y que el contrato podría devenir el instrumento técnico para legitimar la sumisión más brutal de un hombre a otro hombre.

Después de todo, en un sistema capitalista la subalternidad del trabajador no es solamente sinónimo de falta de autogestión de la actividad establecida en el contrato. En efecto, una vez experimentado cómo el despido para él había de ser siempre un drama, mientras para el homme d’argent podía ser solamente un capricho, tarde o temprano debía suceder que el homme de travail pusiese en la cima de sus pensamientos la búsqueda no tanto de una válida alternativa al trabajo subordinado sino más bien mecanismos que garantizaran la conservación de la relación salvo la existencia de un justificado motivo de ruptura de la misma. En efecto, como el contrato por tiempo indefinido estaba afectado por la nulidad absoluta fijada en una norma imperativa, no producía efectos vinculantes para ninguna de las partes y, por tanto, cada una de ellas podía revocar el consenso cuando quería con la sola rémora del preaviso. Por ello, pese a ser privilegiado por el legislador, el interés del trabajador a la temporalidad de la relación estaba destinado a reducirse, mientras que por el contrario estaba predestinado a adquirir prioridad el interés a la continuidad de la renta y a la tendencial seguridad del mañana. Trasladándose, el acento no caía ya sobre la transgresividad que suponía la práctica contractual prevaleciente de la contratación sine die, sino sobre cómo reducir las desventajas de ésta y/o en recabar ventajas de la misma. Es decir que el trauma de no poder trabajar sino bajo la dependencia de otro sobre la base de un vínculo consensual de tracto sucesivo virtualmente perpetuo se redimensiona hasta empalidecer en presencia del de ser despedido ad nutum. La verdad es que los comunes mortales empiezan a entender que la verdadera lesión de la dignidad de la persona es provocada no tanto por la indeterminación de la duración de la obligación contractual de trabajar subordinadamente sino más bien por la muerte prematura e inmotivada del contrato.

Así pues, la prohibición que se proponía para garantizar la libertad entendida como medio de emancipación y rescate de los hombres había nacido con los días contados. Aun cuando sea por razones que no tenían nada en común con las que indujeron a los codificadores a formularla. Ellos la introdujeron porque estaban comprensiblemente preocupados porque la genética mutación de la sociedad de castas en una sociedad contractual dinamizada por las pulsiones del individualismo económico (es el salto from status to contract al que alude la célebre fórmula de Henry S. Maine) hubiera suscitado sentimientos de frustración en los ex artesanos concentrados en las manufacturas y pudiera concitar la resistencia pasiva de los súbditos más recalcitrantes ante la perspectiva de asumir la responsabilidad por sus propias opciones. No, no es por esto por lo que el balance de la experiencia aplicativa de la prohibición fracasó. El hecho es que la norma del código quedó víctima de una heterogénesis de los fines que alteraba su horizonte de sentido. No sólo no resistió a la revuelta de los hechos, siendo superada por la práctica de las contrataciones sine die[8]de los trabajadores necesarios para la naciente industria con sus lógicas organizativas pensadas para la proyectar y gestionar macro–estructuras estables de la producción masificada y estandarizada con cuya racionalidad material era incompatible la presencia de una mano de obra recolectora y fluctuante. Adicionalmente, la norma produjo un efecto–boomerang. En efecto, la interpretación dominante de la norma acabó por reescribirla, dándole el pretexto para introducir el principio de la libre resolución de los contratos indefinidos, que la dogmática construirá como categoría conceptualmente unitaria, en contraposición con el principio codificado según el cual, salvo que la ley disponga otra cosa, los contratos se disuelven mediante resolución judicial por incumplimiento. Eso pudo suceder, porque la cultura jurídica de la época –que asistía atónita y sin rechistar al desbordamiento de las contrataciones sine die –igualó sin titubeo alguno la libertad personal del homme de travail a la libertad económica del homme d’argent bajo cuya dependencia trabajaba, considerando que la manera más eficaz para protegerla sería la de juzgarlas ambas idóneas para motivar la decisión discrecional de extinguir la relación. Es decir que ni siquiera se planteó la duda sobre si el de despedir fuera, en vez de un poder susceptible de ser procedimentalizado y limitado, un derecho. Un derecho, punto y basta.

Ius receptum[9]era de hecho la opinión que el “contrato de trabajo se entiende estipulado cum voluero[10] por ambas partes y es la voluntad de cada una de ellas la que determina el término final”: “todos saben que basta la voluntad unilateral suavizada como mucho por la obligación del preaviso para poner fin en cualquier momento a la existencia de la relación”[11]. Todos lo saben. Pero no dicen que la licencia para despedir es el botín de un hurto doctrinal.

Cierto es que los códigos del siglo XIX ofrecen un sólido apoyo textual al admitir el libre desistimiento del arriendo de inmuebles para uso de vivienda estipulado “sin determinación de tiempo”. Pero no es suficiente afirmar que el despido no es otra cosa que el desistimiento del arrendamiento de cosas aplicado por analogía. El intérprete erudito siente el deber de dar una explicación convincente sobre el hecho de que uno se pueda quedar sin trabajo con la misma facilidad con la que se pueda quedar sin casa. “¿Pero qué importa que el legislador sólo se haya expresado sobre el arrendamiento de cosas?”, se pregunta entonces Ludovico Barassi: “el espíritu que anima a la ley es único: la aversión a los vínculos que entorpecen la comercialidad (es decir, la circulación) de los factores económicos”: en el caso en cuestión, “éstos consisten en el capital y en el trabajo”[12]. La intuición era translúcida. No obstante, resultará superada por el peso preponderante asignado por el escritor a la naturaleza fiduciaria de la relación de trabajo; de tal forma que a final de cuentas parece que, según él, es allí donde se encuentra la razón fundante de la resolución ad nutum. Corresponderá a Francesco Carnelutti, oportunamente aislada la argumentación para darle el respiro sistemático que no tenia, identificar el fundamento de la resolución no imputable a la temporalidad de las relaciones de tracto sucesivo[13]. Destinada a “ejercer una influencia vasta y duradera”[14], silencia a todos los operadores jurídicos y hasta a los autores de las más importantes monografías sobre la resolución de la relación de trabajo publicadas en Italia en la segunda postguerra[15], quienes consideran que esa puntualización interpretativa marca el tránsito “de la prehistoria a la historia” en la evolución doctrinal de la naturaleza jurídica de esa institución jurídica. Es decir que, llegados al umbral de aquél espacio vacío de derecho, que el jurista ve abrirse totalmente ante sí cuando se determina una escisión entre la vieja ley y las necesidades nuevas, los juristas de la época no fueron más allá de la estéril denuncia del hecho que era contradictorio interpretar una disposición “entendida exclusivamente para garantizar la libertad personal de quien trabaja de manera que se revuelva en perjuicio suyo”: “quien se hacer servir no sirve”; “ergo”, observan algunos, “la ley no está escrita para él”. La objeción era juiciosa. Pero la voz discordante era ampliamente minoritaria y al final se perdió hasta su recuerdo.

Al contrario, la sensatez de la objeción habría debido alertar a los intérpretes de los códigos del siglo XIX, orientándolos en una dirección que los llevase a favorecer soluciones más equilibradas. La disposición normativa, de hecho, se proponía de verdad proteger el interés en la temporalidad de la relación desde el lado del trabajador. Puesto que sólo él ponía en juego su libertad personal, solamente suya podía ser la legítima exigencia de disponer libremente sobre la permanencia de la relación obligatoria. La misma disposición sin embargo, como ya he anticipado, tenía el inconveniente de estar formulada de manera técnicamente deficiente. Dado que la relación que un contrato viciado por la nulidad insanable puede instaurar es sólo material, su ruptura no hace surgir la obligación de resarcir los daños infligidos a ninguna de las partes.

No obstante, el efecto–boomerang podía ser evitado, optando por la manipulación interpretativa del enunciado legislativo que ofreciera una lectura diferente, más pegada a la ratio del precepto. En efecto, para respetar el principio de la temporalidad de la relación de trabajo no es siquiera necesario atribuir a ambas partes un derecho de resolución unilateral: es necesario, y también suficiente, reconocerlo a la parte en cuyo favor el principio ha sido formulado. Por tanto, en un momento histórico en el que, bien por la contumacia del legislador o por la gracilidad de la negociación colectiva, el decisionismo equitativo de los jueces construía el derecho en esta materia[16], no habría parecido extravagante una solución de compromiso del tipo de la que será adoptada con pragmático ingenio por el código civil italiano que entró en vigor en 1942. Se preveía en él que, si se hubiese pactado una duración del contrato superior a un cierto número de años (cinco o diez, establecía el último inciso del ya superado art. 2097 c.c. it.), sin perjuicio de que para la duración convenida la relación era irresoluble por parte de ambos contrayentes, el decurso del plazo mínimo previsto legitimaba la resolución sólo del trabajador.

Como sabemos, en cambio, las cosas no sucedieron así; y ello porque con la complicidad de los intérpretes, un fragmento del código se prestaba para actuar de vector para transportar al ordenamiento el principio de la libre resolución de los contratos a tiempo indefinido. Así, la desafortunada disposición libertaria se ha entregado a la cultura jurídica como el antecedente legislativo de la facultad de despedir. Una facultad que, en presencia de un endémico desajuste entre demanda y oferta de trabajo, transforma al trabajador subordinado en un moderno capite deminutus[17] y, como sea, dilata desmesuradamente la discrecionalidad de una autoridad privada libre para resolver el contrato de trabajo o de hacerse justicia para sí, o considerar, en base a cálculos de conveniencia económica, si el trabajador ya no le resulta útil.

  1. Evocando el pasado, se habla del presente

No es un detalle secundario que el contrato de trabajo subordinado por tiempo indefinido fuese irreparablemente contra legem y que su extinción mediante resolución ad nutum un parto de la creatividad de los intérpretes. Al contrario, si la capa profesional de los operadores jurídicos hubiese tenido debidamente presente como nació la institución, a la medida de la cual ha evolucionado el derecho del trabajo, probablemente se ahorraría el infortunio de patrocinar la idea trufada de paternalismo de que éste consiste en un conjunto de derogaciones del orden normativo en favor de quien está abajo. El origen de una de sus instituciones de importancia estratégica demuestra, más bien, que la transgresión ha jugado favoreciendo a quien está en lo alto, donde está situado el homme d’argent. Es decir que la capa profesional de los operadores jurídicos habría podido comprender inmediatamente que el derecho, que del trabajo ha tomado convencionalmente el nombre, no ha tomado sino sólo en parte también sus razones.

En esta falta de autoconsciencia no logro ver otra cosa que un indicio revelador que la edad industrial llegó sin ser anunciada y es por esto que también la cultura jurídica entró a ciegas. No preparada y desorientada, como testimonia la trayectoria que rápidamente he recorrido. Una trayectoria que no pertenece a la crónica sino que es, en cambio, una curva de retorno de la gran historia. De hecho, los acontecimientos hasta aquí reconstruidos deben ser recordados como la brecha que ha consentido el ascenso del capitalismo industrial confiriéndole la carisma de legitimidad jurídica que no podía tener. De manera más precisa, fija el imprinting de todo el derecho del trabajo, del que además constituye inequívocamente su fundamento básico[18].

Como quiere explicar uno de sus expositores destacados, Franceso Carnelutti, la cultura jurídica de la época era “imperturbablemente burguesa” en la amplia medida en que se desinteresaba de los problemas jurídicos del trabajo[19] . Yo diría, en cambio, que la característica de esa cultura jurídica era la total incapacidad de acercarse a la cotidianeidad del desconcierto de los estilos de vida individuales y colectivos producido por la Gran Transformación, para decirlo con Karl Polanyi, sin tener de ella ni darle una representación deformante. Por esto, si es posible definir “burguesa” a una cultura jurídica impasible ante los traumas soportados a causa de la industrialización de los súbditos de un Estado mono–clase, es necesario concluir que de ese mismo aristocrático despegue Carnelutti tambien, que era (y sería) un asiduo estudioso de los problemas jurídicos del trabajo, había dado (y habría de dar) innumerables pruebas. Es una actitud que no podía esconder porque no se daba siquiera cuenta que fuese un elemento constitutivo de su hábito mental. De esa actitud es un testimonio incontrovertible su célebre ensayo Energie come oggetto di rapporti giuridici[20] y sobre todo el rol de opinion leader desarrollado en el asunto que se concluye con la atribución por vía interpretativa de la licencia para despedir. Es, de hecho, la frigidez social que lo lleva a considerar un indiscutible apriorismo la irrelevancia jurídica del diferente valor que las partes del contrato de trabajo asignan a la permanencia de la relación. Solamente una salvífica inmersión en el realismo jurídico podía corregir la propensión a la plácida indiferencia hacia las diferencias. En efecto, sin ofensa para el formalismo jurídico, los textos jurídicos reenvían siempre a algo que está fuera de los mismos y el objeto de la interpretación jurídica, no es nunca sólo el texto escrito, sino la relación entre texto escrito y contexto[21].

La sola atenuante de la que puede aprovecharse la cultura jurídica de la época es la dificultad de presagiar que la subordinación dejaría de ser percibida como un desvalor y que la reluctancia de la gente común a convencerse en aceptar el contrato de trabajo impuesto por el capitalismo manufacturero se convertiría en resistencia a prescindir de él. Es más, especialmente después la incorporación en la segunda mitad del siglo XX del principio de la necesaria justificación del despido asistido por los adecuados instrumentos disuasorios –y su universalización, en el 2000, con la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea– junto con el original carácter socialmente no deseable de aquél esquema de contrato, se ha introducido la confianza en no separarse jamás de las seguridades que éste había acabado dispensando. De otra manera, sería difícil entender por qué en torno a nosotros crece a la vista de nuestros ojos el número de quienes se preguntan si la percepción difundida por la precariedad como un desvalor (una trampa, un símbolo de la inseguridad existencial) ha de bastar para disuadir al derecho del trabajo de privarse del centro de gravedad representado por su contrato–estándar.

La pregunta se la plantean multitudes de ciudadanos europeos paralizados por el miedo que de cada vez se estipulen menos contratos de trabajo sine die.

Es necesario reconocer que por más que sea sabido que la historia es una maestra sin discípulos, no puede aplacar la angustia el hecho de que lo indeseable socialmente del contrato a tiempo indefinido solamente ha podido ralentizar su camino hacia su conversión en la estrella polar del derecho del trabajo negociado en sede sindical, elaborado en sede jurisprudencial, privilegiado en los análisis doctrinales y, finalmente, legislado. En cualquier caso, incluso si estuvieran informados, los innumerables contemporáneos que no pueden (o no saben o no quieren aprender a) ganarse la vida honestamente si no es trabajando bajo la dependencia de terceros, y que pueden contar con las garantías conexas de estabilidad en el empleo, seguirían afirmándose en la defensa de lo existente. De duración variable, el enrocarse no tiene nada de malo o patológico. Simplemente, es el enésimo testimonio de que la constante evolutiva del derecho del trabajo es la microdiscontinuidad, que se ha manifestado en las fases en las que el derecho del trabajo estaba sostenido en una lógica concesivo–adquisitiva, a fortiori no se interrumpe en los períodos en los que la lógica prevalente de aquél es ablativa y recesiva. Es más, precisamente en períodos como éste es que se levantan y se fijan las demandas de time out: que, bien mirado, es el equivalente del tiempo de adaptación. Por tanto, más o menos como sucedió durante la transición hacia la modernidad que parecía interminable, lo que las masas asustadas del día de hoy no soportarían es escuchar que les dicen que se ha dado vuelta la página y que no se puede volver atrás. Prefieren escuchar decir que la causa de la precariedad es una desfavorable coyuntura económica y no, en cambio, el fin del trabajo masificado, estandarizado, uniformado.

Ahora bien, dado que la característica inseguridad que acompaña a todos los procesos de adaptación puede también encontrarse en los países de la Unión Europea en los cuales el nacimiento del derecho del trabajo obligó a sus respectivos ordenamientos a cohabitar con el terremoto que supuso la heterogénesis de los fines que he intentado diseccionar, es obvio que serán sus gobernantes quienes adviertan con mayor agudeza de lo delicado del momento y harán de todo para contener el pánico al que se aferra la gente cuando sospecha que el futuro será radicalmente diverso del presente, quizás peor y ciertamente lleno de incógnitas. No es por casualidad que los menos maliciosos contratan equipos de spin doctor expertos en los golpes de efecto ilusionístico–mediático, útiles para atemperar el impacto sobre las condiciones de trabajo y de vida del tránsito del modelo de la organización productiva típica de la economía de escala al de la economía de fin[22] donde se estima que la estabilidad en el empleo se reservará a “menos de un tercio” de los ocupados en una empresa: preferentemente a las figuras profesionales de mayor relevancia en los procesos productivos[23].

El ejemplo (hasta ahora) más reconocido de un engañoso planteamiento (o maquillaje) de Estado proviene de la más reciente legislación italiana[24].

En primer lugar, el legislador continúa impertérrito calificando como “dominante”, al contrato que instaura las relaciones de trabajo por tiempo indefinido, haciendo caso omiso de las estadísticas que dicen exactamente lo contrario. Más allá de sus intenciones, la norma que enfatiza el predominio de este tipo contractual tiene el aire de parecerse a la medida de orden público del siglo XIX de la que se ha hablado. La prescripción de aquel tiempo sin embargo estaba animada por propósitos más apreciables, mientras que la dictada por el legislador italiano del tercer milenio sabe a propaganda, porque atribuye al contrato de trabajo a tiempo indefinido un primado hoy más que nunca disputado por los más variados tipos de contrato.

De forma más evidente, la preocupación de asegurar y tranquilizar está en la base de la decisión del gobierno de solicitar al Parlamento la delegación legislativa con el objeto de introducir en el ordenamiento la figura del contrato de trabajo a tiempo indefinido “de tutela creciente[25]”. La cautivadora expresión lingüística embellece el viejo nomen iuris[26]. Si se ha podido alimentar más curiosidad que aprensión sobre el mismo es porque desde hace varios años ha entrado en circulación la idea, de por sí no carente de buen sentido, que con el fin de reducir el coste de la protección legal del trabajo podría preverse un crecimiento gradual de ésta con la acumulación de antigüedad de servicio hasta lograr la protección plena. Las consideraciones positivas, sin embargo, se expresaban bajo el presupuesto de que el tratamiento de los ocupados actuales fuese el punto de llegada de los neo–contratados.

Por el contrario, cándido como una paloma y astuto como una serpiente, el legislador delegado italiano ha aclarado que la única tutela destinada a crecer (a ritmo anual de 2 y hasta un máximo de 24 mensualidades) es la indemnización correspondiente en el caso de despido injustificado. Una indemnización que de ahora en adelante, prácticamente, será el único remedio en el caso de despido ilegítimo, porque la reintegración en el puesto de trabajo será para los neo–contratados una sanción completamente eventual y residual. Por tanto, el tratamiento de los ocupados actuales que la disfrutan en virtud del art. 18 del Estatuto de los Trabajadores no será jamás aplicable a los contratados en una época sucesiva a la entrada en vigor del decreto.

Por otra parte, la norma que prevé la reintegración del trabajador injustamente despedido está destinada a extinguirse paulatinamente, al tiempo que (los millones de) trabajadores contratados antes de la entrada en vigor de la reforma se vayan de la empresa a la que pertenezcan. Es decir que el art. 18 del Estatuto se disolverá poco a poco sin necesidad de derogarlo aunque, a esas alturas, la decencia exigiría que la desviante dicción textual fuese suprimida por respeto, si no de los italianos, al menos de la lengua italiana. En todo caso, es verosímil que caiga por sí sola, como una hoja seca que se corta de la rama, porque se habrá comprendido al final que el producto normativo denominado “contrato de tutelas crecientes” era apetecible sobre todo para las empresas, que ven incentivada su decisión de adoptarlo merced a una fuerte, aunque temporal, reducción de costes fiscales y contributivos[27].

Es cierto que ahora la política es también, y quizá principalmente, comunicación marketing–oriented; pero en esta ocasión, se ha exagerado.

Sería una ingenuidad observar que el desmantelamiento de la protección contra el despido ilegítimo contradice la finalidad de asegurar y tranquilizar que persiguen las políticas del trabajo del día de hoy en Italia[28]. La contradicción es real, pero corresponde a un riesgo calculado. Dado que una opinión pública habituada por los medios de comunicación a la superficialidad de la información requerirá cierto tiempo antes de que se dé cuenta, los gobernantes esperan entretanto llevarse al bolsillo algunas ventajas: la principal de las cuales consiste en la promociòn de un proceso de reeducación de masas con vistas a una normalización social inimaginable sin la abolición de la estabilidad en el empleo. Convertida paulatinamente en un elemento constitutivo del contrato de trabajo sine die, es sobre ella cómo se construyó la mitología del siglo XX sobre “el puesto fijo”.

Como se ve, cuando se decide evocar el pasado, puede ser que se termine con hablar del presente.


[1]  Traducción de Daniela Marzi y Antonio Baylos, revisada y corregida por el autor. El artículo está dedicado a los estudios en honor de Francisco Walker Errazuriz.

[2]  Considerados individualmente (N. d. T.).

[3]  Esta expresión “hombre de dinero”, puede significar dependiendo del contexto “negociante sin escrúpulos” o especulador (N. d. T.).

[4]  BAYLOS A.–PÉREZ REY J., El despido o la violencia del poder privado, Trotta: Madrid, 2009.

[5]  Forma mental o manera de pensar (N. d. T.).

[6]  ROMAGNOLI, U., Il lavoro in Italia. Un giurista racconta, Il Mulino: Bolonia, 1995.

[7]Il contratto di lavoro nel diritto positivo italiano, I, Soc. Ed. It.: Milán, II edición, 1915, pp. 631, 636–694, 700–701.

[8]  Alocución latina que significa “sin plazo” (N. d. T.).

[9]  Derecho en vigor (N. d. T.).

[10]  “A arbitrio o cuando quieran las partes” (N. d. T.).

[11]  CARNELUTTI, F., Il dirito di sciopero e il contratto di lavoro, en Riv. Dir. Comm., 1907, p. 88.

[12]Il contratto di lavoro nel diritto positivo italiano, Soc. Ed. It.: Milán, 1901, p. 70.

[13]  CARNELUTTI, F., Del licenziamento nella locazione di opere a tempo indeterminato, en Riv. Dir. Comm, 1911, p. 399 ss.

[14]  FERGOLA, P., La teoría del recesso e il rapporto di lavoro, Giuffré: Milán, 1985, p. 180.

[15]  Mancini., G. F., Il recesso unilaterale e i rapporti di lavoro, Individuazione della fattispecie. Il recesso ordinario, Giuffré, Milán, 1962 y Napoli, M., La stabilitá reale del rapporto di lavoro, Franco Angeli: Milán, 1979.

[16]  Sobre el tema volví en forma reciente con L’immaginario perbenista nella giurisprudenza del lavoro, en Riv. Trim. Dir. e Proc. Civ., 2015, p. 43 ss. “Yo creo firmemente”, declaraba Carnelutti (Il diritto di sciopero, cit., p. 99), “que los probiviri, mucha más allá que interpretar el derecho positivo actual, deben ir buscando el derecho nuevo, el derecho latente, que se forma día a día en la vida industrial siempre más compleja. Pero no es la misma cosa para un intérprete del derecho positivo, que no puede prever las mutaciones de la ley”. En realidad, la anticipación ya había sido, como sostengo en el texto, y con placet de la jurisprudencia y de los juristas–escritores. “Está en derecho”, sentenciaban un gran número de jurados, “la regla que tanto el industrial como el obrero tienen siempre facultad de hacer cesar el arriendo de servicios”, con la sola rémora del preaviso. “Está en derecho”, decían, mas no era verdad. (El diccionario Treccani define “provibiri” como personas de particular estima y prestigio por sus capacidades y probada honestidad, que son llamadas a hacer parte de órganos colegiados, entes públicos, asociaciones, partidos, con la tarea de dar pareceres y juzgar el funcionamiento de una institución, ejercitando funcionas conciliativas entre partes en conflicto [propr. locuz. lat.: probi viri «uomini onesti»]) (N. d. T.).

[17]  Sujeto con capacidad disminuida ante el derecho (N. d. T.).

[18]  MAZZOTTA O., Ideologie e tecniche della stabilitá, en La stabilitá come valore e come problema, al cuidado de Ballestrero M.V., Giappicchelli: Torino, 2007, p. 31 ss.

[19]  CARNELUTTI F., Infortuni sul lavoro. Studi, I, Athenaeum: Roma, 1913, Introduzione, p. XII. Para una diversa interpretación de tal juicio, v. GROSSI P., Scienza giruidica italiana. Un profilo storico 1860–1950, Giuffré: Milán, 2000, p. 125 ss., y ROMAGNOLI U., Francesco Carnelutti, giurista del lavoro, en Lav. e Dir., 2009, p. 388 ss.

[20]  “Energías como objeto de una relación jurídica” (N. d. T.), en Riv. Dir. Comm, 1913, I, p. 353 ss. “El obrero que cede hacia el salario sus energías de trabajo quita algo de su patrimonio, como el mercader que vende sus mercancías”. Por tanto, entre contrato de trabajo y compraventa existe una “identidad estructural”: “la diferencia no está sino en la cualidad y quizá en el origen del objeto de la prestación” de trabajo: una cosa producida por el cuerpo humano”. En un ambiente cultural influido por la doctrina social de la Iglesia católica y en presencia del establishment del mundo económico que no quería enemistarse ni con párrocos ni con papas, una reconstrucción dogmática del género era inaceptable. Carnelutti lo sabe. Está al tanto del fracaso de análogos intentos precedentes. “Sin embargo”, juzga que es “el momento de atreverse”. Lo que lo apremia es “lograr una interpretación jurídica armónica con el dato económico (y) capaz de ofrecer una explicación total del trabajo industrial” (Passaniti P., Storia del diritto del lavoro, I, La questIone del contratto di lavoro nell’Italia liberale (1865–1920), Giuffré: Milán, 2006, p. 489).

[21]  LIPARI N., Il diritto quale crocevia fra le culture, en Riv. Trim. Dir. e Proc. Civ., 2015, p. 12.

[22]  REVELLI M., Finale di partito, Einaudi: Turín, 2013.

[23]  Luciano Gallino, Il lavoro non é una merce. Contro la flessibilitá, Laterza: Roma–Bari, 2007, p. 109) habla como del “núcleo central” de los llamados recursos humanos sobre los cuales “las empresas invierten porque constituyen su memoria técnica y organizativa, la capacidad de innovación, la lealtad a los valores y a los códigos de cultura empresarial”.

[24]  Se refiere a la que ha sido conocida mediáticamente como la “Jobs Act” del gobierno Renzi, a la que la Revista “Lavoro e Diritto” ha dedicado el fascículo 1 del año 2015. (N. d. T.)

[25]  En italiano el contrato se declina en plural, “tutele crescenti”, aunque en castellano es más seguro utilizar el singular (N. d. T.).

[26]  “Denominación jurídica” (N. d. T.).

[27]  Decreto Legislativo 4 marzo 2015, n. 24 (N. d. T.).

[28]  ROMAGNOLI U., La transizione infinita verso la flessibilitá “buona”, en Lav. e Dir., 2013, p. 155