Asistencia sanitaria y farmacéutica: la igualdad a la baja. Editorial Revista de Derecho Social – Número 78

El proceso degradatorio de derechos laborales y sociales que cobra cuerpo con la aplicación en España de las políticas de austeridad no sólo se focalizan en la regulación de las relaciones de trabajo. La contracción del Estado social es también un resultado evidente de la propuesta política legislativa que se instala en nuestro país y se ejecuta especialmente a partir de noviembre del 2011, con la victoria del Partido Popular. Un ámbito específico de esta acción degradatoria es el de la asistencia sanitaria y farmacéutica. Las prestaciones de asistencia sanitaria y farmacéutica han retrocedido en los últimos años en unos términos alarmantes. La actividad del Gobierno a través de los Reales Decretos-Leyes ha sido muy incisiva a este respecto, en particular cuando aprobó el RD-Ley 16/2012, de 20 abril. Una norma de la que puede predicarse que dividió nuestro sistema en un antes y un después.

Bastaba con leerse esa norma de urgencia para percatarse de que algo muy grave estaba sucediendo. No le pasó desapercibida al Comité de Derechos Sociales, Económicos y Culturales de Naciones Unidas, cuyo informe de 2012 expresaba su honda preocupación ya a las pocas semanas de que fuera aprobada, en particular en su reforma de la LO de Extranjería, y lanzaba una importante admonición: “el Comité recomienda al Estado parte asegurar que, de conformidad con la Observación general N.º 14 (2000) del Comité sobre el derecho al disfrute del más alto nivel posible de salud (art. 12 del Pacto) y con el principio de universalidad de las prestaciones sanitarias, las reformas adoptadas no limiten el acceso de las personas que residen en el Estado parte a los servicios de salud, cualquiera sea su situación legal. También recomienda que el Estado parte evalúe el impacto de toda propuesta de recorte en cuanto al acceso de las personas y colectivos desfavorecidos y marginados a los servicios de salud”.

Tampoco le ha resultado conforme con la Carta Social Europea al Comité Europeo de Derechos Sociales, cuyas Conclusiones aluden, incluso cuando no correspondía valorar el derecho a la asistencia sanitaria, a la denegación de la misma a los extranjeros irregulares, como un elemento evidente de disconformidad.

En el nivel interno, ha habido una sorda pugna entre el Estado y las Comunidades Autónomas, en particular cuando, en las elecciones de 2014, gran parte de éstas han cambiado de color político de Gobierno. Había razones muy poderosas para revertir en la medida de lo posible una situación de grave emergencia pública que la referida legislación central había provocado. La legislación orgánica sobre estabilidad presupuestaria aprobada en 2012 no había sido, contra lo pretendido por el gobierno del Partido Popular, un corsé suficiente como para impedir que las “pródigas” Comunidades Autónomas cejaran en su pulsión de gasto en, entre otros asuntos, la asistencia sanitaria y farmacéutica. La respuesta del Gobierno central se produjo a golpe de recursos de inconstitucionalidad, que empezaron a sucederse en cascada, con el consiguiente auto suspensivo de efectos de la norma autonómica recurrida, que sistemáticamente declaraba el Tribunal Constitucional cuando admitía cada uno de dichos recursos.

Previamente, algunas de las CCAA habían presentado recursos de inconstitucionalidad contra diversas normas con rango de ley y, muy en particular, contra el RD-Ley 16/2012. El motivo de tales recursos era triple, aunque complementario. Por una parte, se discutía el recurso a la norma de urgencia, tan exuberante a lo largo de la legislatura 2011-2015 y por motivos que difícilmente podían justificarse desde la perspectiva de una razonable aplicación e interpretación del art. 86 de la Constitución. Por otra, se producía una constante intromisión de la normativa estatal en espacios competenciales que claramente les deberían corresponder a la potestad normativa o ejecutiva de las Comunidades Autónomas, de tal forma que éstas quedaban intensamente desposeídas de sus capacidades de actuación política en favor de los residentes en ellas. Finalmente, y como motivo más sustantivo, las normas estatales actuaban en una dirección intensamente regresiva de los derechos sociales de la ciudadanía, de tal forma que algunas capas de la sociedad particularmente vulnerables quedaban en desamparo y expuestas a algunos riesgos que le debería corresponder proteger al poder público, y con mucha más razón en unas épocas de excepcionalidad y emergencia económica.

El resultado de este doble proceso tiene como eje el apoyo decidido del Tribunal constitucional durante esa época a la acción del Gobierno en cualquiera de sus manifestaciones de política del derecho en línea con los recortes sociales. El resultado ha sido una cascada de sentencias del Tribunal Constitucional cuyos fundamentos jurídicos son extremadamente discutibles. Es importante afirmar con rotundidad que el TC, en esta como en otras materias, ha sido profundamente contradictorio con su jurisprudencia anterior y con una interpretación de la Constitución coherente con los tiempos sociales en los que debe ser aplicada.

Debería resultar innecesario recordar que la asistencia sanitaria y farmacéutica son competencias compartidas entre el Estado y las Comunidades Autónomas. Debe insistirse en el reparto que formula el nº 16 del art. 149.1: además de la sanidad exterior, al Estado le competen las bases y la coordinación general de la sanidad, así como la legislación sobre productos farmacéuticos. Nada más y nada menos, lo cual no es poca cosa. Pero da la impresión de que a las Comunidades Autónomas les debe corresponder cierta capacidad de actuación, tanto en el terreno del desarrollo normativo como, y sobre todo, en el de ejecución de la legislación estatal. Así lo ha reconocido la jurisprudencia tradicional del TC, que la más reciente cita y dice asumir, aunque materialmente la obvie y desconozca.

Por desgracia, la mayoría del Tribunal Constitucional concibe las Comunidades Autónomas como si no fueran más que la Administración periférica del Estado. Las competencias estatales se interpretan con gran exuberancia y amplitud, en tanto en cuanto para las de las Comunidades Autónomas se utiliza la técnica tan argentina del achique de espacios: si alguna competencia puede ser despreciada, séalo. Si desde parte de la doctrina académica se expresaba tradicionalmente que las competencias autonómicas se caracterizaban por su escasa calidad, siempre condicionadas por un título habilitante genérico del Estado, hay que reconocer que la jurisprudencia actual del TC, más que darle la razón a ese postulado, lo ha trascendido radicalmente, hasta desconocer, anular y evaporar las competencias autonómicas más indiscutibles.

No se trata de una lucha entre centralización y descentralización, sino de algo más profundo. El problema que afrontan prestaciones tan básicas como las de asistencia sanitaria y farmacéutica reside en el menosprecio del Gobierno central hacia la arquitectura constitucional del Estado. Si el modelo de las Comunidades Autónomas consiste en el reconocimiento de genuinas competencias a éstas, que construyen su acción política en diálogo y colaboración con los poderes del Estado, de los cuales forman parte, las iniciativas que ha prodigado el Gobierno central muestran una desafección rotunda al modelo.

Tal y como deberían entenderse los derechos sociales sobre los cuales las Comunidades Autónomas ostentan cierto grado de competencia, se produce en el plano teórico una especie de tensión de mejora dinámica para nada irrespetuosa con el principio de igualdad. Si la gestión de la asistencia sanitaria ha sido transferida a las Comunidades Autónomas, parece obvio que éstas tienen que tener cierto margen de actuación política. No es solo que deba diferenciarse entre las bases que le corresponden al Estado y la actuación normativa de desarrollo que les resta a aquéllas. El problema se extiende a que los órganos de la Administración central no deben inmiscuirse en todo lo que pueda entenderse como ejecución de las normas, más allá de las mínimas intromisiones que sean imprescindibles para garantizar la coordinación general.

Por lo tanto, lo último que debiera hacer el Estado es taponar la actuación de mejora de las Comunidades Autónomas. Que su principal actuación pueda dirigirse a tal objetivo constituye la mayor desnaturalización posible del sistema. Cuando el principio de igualdad se utiliza como mascarón de proa frente a prestaciones que reconozcan las Comunidades Autónomas, algo extraño está sucediendo. Si en esas prestaciones apelan a un título competencial adecuado, la titularidad de éste implica que la regulación pueda ser diferenciada entre unas y otras partes del territorio del Estado. O, al menos, que los actos de ejecución, entendida ésta en la plenitud de su sentido, puedan dar lugar a que unas personas puedan ser tratadas de forma diferente a otras, en función de la parte del territorio del Estado en la que residan.

Es difícil pronosticar si las negociaciones actuales sobre los Presupuestos Generales del Estado obligarán al gobierno a hacer concesiones y mostrar una menor beligerancia en la interposición o mantenimiento de algunos recursos de inconstitucionalidad al menos en los que se hayan planteado contra normas de Comunidades Autónomas gobernadas por partidos con grupos parlamentarios que hayan votado afirmativamente la Ley de Presupuestos. Ya se verá si estos acuerdos desembocan en un menor activismo del Ejecutivo central contra las normas autonómicas que introducen algunas reglas acerca de las prestaciones sanitarias o farmacéuticas. O, más en general, que reconocen derechos económicos o sociales con base en sus competencias.

Entretanto, el paisaje que queda es desolador, con un reguero de pronunciamientos del TC anulatorios –o, en algunos casos, por ahora suspensivos– de normas autonómicas. El premioso diseño del catálogo de prestaciones producido con el RD-Ley 16/2012, expresamente concebido para controlar el gasto público e implícitamente dirigido contra las prestaciones reconocidas o que puedan reconocerse a nivel autonómico, es la expresión más evidente de una norma estatal intervencionista hasta el extremo. No se trata solo de la delimitación del contenido de cada una de las carteras de servicios que componen ese catálogo, que se confía, en lo no detallado suficientemente en la propia norma de urgencia, a normativa estatal de rango ministerial. Además, se establecen unas reglas sobre copago en servicios complementarios y accesorios que se miran en el espejo de las prestaciones farmacéuticas. Reglas que, claro está, quieren cegar la posibilidad de que las Comunidades Autónomas condonen o mitiguen el copago.

Curiosamente, algunas sentencias anularon normas con rango de Ley de Comunidades Autónomas que no pretendían mejorar prestaciones. Bien al contrario, introducían cargas adicionales –normalmente tasas– dirigidas a mejorar la financiación de la asistencia sanitaria. Así sucedió, en particular, con las SSTC 136/2912, de 19 junio y 71/2014, de 6 mayo. Los fallos estimatorios de los respectivos recursos produjeron el efecto directo de liberar de dicha contribución pública a los destinatarios de la norma en su condición de beneficiaros de la atención sanitaria o farmacéutica. Pero en sus fundamentos de derecho aparece, nada larvada, una fundamentación jurídica que concentra en el Estado todas las competencias, con la indisimulada finalidad de que el diseño del RD-ley 16/2012 pueda ser desarrollado hasta sus últimas consecuencias.

Sin perjuicio de la trascendencia de ambos pronunciamientos –e, indudablemente, de otros–, si hay alguna sentencia sobre esta materia que ha tenido notoriedad y repercusión pública ha sido la STC 139/2016, de 21 julio. Su valor simbólico es extraordinario, en términos de convalidación de una decisión política nítidamente contraria a la doctrina de los órganos de Naciones Unidas y del Consejo de Europa. Su única concesión es por lo que se refiere a cierto umbral máximo de rentas que les sería exigible a los españoles, a los nacionales de Estados de la UE o del Espacio Económico Europeo y a los extranjeros residentes, que se anula solo porque la materia contaba con reserva de ley. Eso es todo. Pero considera válido el precepto que excluye del derecho, al menos con carácter general, a los extranjeros irregulares. En consecuencia, la regla más simbólica del Real Decreto-Ley 16/2012 ha quedado convalidada. Es una sentencia de gran interés, pero sobre la que ahora se ahorran mayores comentarios porque a ella dedica su atención central el estudio de la profesora Cordero Gordillo que se incluye en este número en la sección de Debate.

Algo mayor atención se debe prestar a un pronunciamiento más reciente, la STC 33/2017, de 1 marzo, que conoce del recurso de inconstitucionalidad planteado por el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía contra varios preceptos del reiterado RD-Ley 16/2012. Es el último hasta ahora publicado y sigue una estructura similar a las sentencias que le han precedido: un voto mayoritario con una desestimación de los argumentos relativos a la impertinencia del recurso a la norma de urgencia y con una declaración de constitucionalidad general de los preceptos impugnados, al que siguen sendos votos particulares en los que se repite el nombre de los magistrados que los suscriben. Probablemente, desde un punto de vista jurídico tiene mayor interés que los pronunciamientos anteriores, y en él se expresan de forma muy nítida los costurones del voto mayoritario, al que con claridad contestan los magistrados discrepantes. En esta sentencia se aprecia de modo diáfano como el TC se esfuerza más allá de lo razonable por preservar la titularidad estatal de decisiones que, en buena lógica constitucional, les correspondería adoptar a las Comunidades Autónomas.

Prescindiendo de los demás asuntos, la sentencia argumenta sobre la adecuación a la Constitución de tres preceptos del RD-Ley 16/2012. Los tres son expresión clara de esta legislación estatal que pretende impedir toda iniciativa autonómica en el ejercicio de sus competencias. El primero de ellos aborda al asunto más grave: el Real Decreto-ley reserva al Estado el ejercicio de competencias ejecutivas en materia de reconocimiento y control de la condición de asegurado, tratamiento de datos y comunicación de variaciones, a los efectos que sean oportunos ante las Administraciones sanitarias. Lo cual, para el voto mayoritario del TC, es coherente con la distribución de competencias, pues se trata de una competencia que cabe albergar en el título “coordinación general de la sanidad”. No hace falta ahora salir al paso de tan peregrina fundamentación jurídica, basta con leerse el voto particular del magistrado Valdés Dal-Ré, al que se adhiere la magistrada Asúa Barratita, que la desautoriza con un argumento claro, preciso e irrebatible. Pero, al margen de las razones de unos y otros, lo realmente doloroso es la flexibilidad inmensa con la que se interpreta una competencia estatal en perjuicio de las potestades ejecutivas y de las capacidades políticas de las CCAA. Y, más allá de la distribución competencial, la voluntad legal de impedir que éstas puedan reconocer como personas beneficiarias de las prestaciones de asistencia sanitaria a otros colectivos o individuos. Solo podrán recibirla, en su modalidad ordinaria, aquellos sujetos que la Administración central decida, ni uno más.

El segundo aspecto sobre el que conoce la sentencia es la regulación extensiva y exhaustiva acerca de la prescripción de medicamentos y productos sanitarios en el Sistema Nacional de Salud, efectuada por el art. 4 del Real Decreto-Ley, ahora refundido en los arts. 87 y 89.5 del texto refundido aprobado por RD-Legislativo 1/2015, de 24 julio, de la Ley de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios. A este respecto, los comentarios deben ser parecidos, aunque algo más tenues, porque ciertamente los títulos competenciales del art. 149 pueden abrigar con más adecuación una normativa de este tipo. No por casualidad, a este respecto los votos particulares han omitido toda discrepancia. Ahora bien, la menor disconformidad jurídica es compatible con un grado algo mayor de crítica de política de derecho. Pues tampoco sería disconforme con el art. 149 una normativa estatal más contenida, que diera algo de mayor espacio a la iniciativa autonómica. De nuevo, la coordinación se entiende desde el poder central como la capacidad de embridar la actuación de las Comunidades Autónomas. Es verdad que a éstas les cabría actuar mediante la cartera complementaria de servicios a la que se refiere el art. 8 quinquies de la Ley 16/2003, con cargo a sus propios presupuestos. Pero se trata de un camino inseguro, siempre expuesto a una impugnación desde el ámbito estatal.

El tercer motivo tiene menor trascendencia cualitativa y cuantitativa, aunque resulta particularmente sintomático: se trata de que el Real Decreto-Ley 16/2012 ha excluido la posibilidad de que los fondos de los servicios de salud de las CCAA destinados a acción social en favor del personal estatutario puedan proteger a colectivos distintos de aquellos que estén en servicio activo, con expresa exclusión del personal que haya alcanzado la edad de jubilación. Como no se trata de un asunto directamente relacionado con la prestación de asistencia sanitaria, solo cabe aquí remitir a los razonables y elementales argumentos de los dos votos particulares.

Por último, la coordinación entre las Administraciones públicas territoriales se ha convertido en algunas ocasiones en papel mojado. Algunos Gobiernos autonómicos que apenas pasan de la categoría de gestorías administrativas sencillamente han asumido pacíficamente el papel que como tales les asigna la legislación estatal que está supervisando el Tribunal Constitucional. Pero otros que han querido proyectar una actuación política algo más proactiva de los derechos a la asistencia sanitaria y farmacéutica, se han encontrado con el obstáculo de esta legislación que asfixia la mayoría de las iniciativas que puedan adoptarse. Cuando han actuado mediante los mecanismos ordinarios, se han encontrado con los diligentes recursos de inconstitucionalidad de autoría del Gobierno central, siempre auxiliado por un Tribunal Constitucional dispuesto a suspender los efectos de la norma autonómica cuando ha admitido a trámite cada uno de tales recursos. Casi como respuesta obligada, las CCAA han optado por soluciones creativas, que, a través de técnicas oblicuas, han conseguido resultados parecidos a cambio de variar las modalidades de su actuación administrativa. Un relato muy interesante al respecto aparece comentado en el estudio de la profesora López Aniorte, que pone de relieve cómo la Comunidad Autónoma de Valencia ha sorteado la larga sombra de la actuación impugnatoria del Estado mediante la técnica de subvenciones para sufragar las aportaciones que, conforme a la legislación estatal, les correspondían a las personas, cuando éstas puedan incluirse en el colectivo de mayores vulnerables.

Parece fuera de toda duda que la iniciativa valenciana es loable y que merece una aprobación absoluta, que desde luego se expresa desde este editorial. Pero produce cierto estupor que solo franqueando el obstáculo estatal pueda conseguirse una eficaz protección de las personas más desfavorecidas. Desde luego, no parece que la falta de lealtad constitucional provenga en este caso del Consejo de Gobierno de la Generalitat valenciana.

En definitiva, las normas con rango de ley estatales que se han aprobado en la pasada legislatura han afinado esta vertiente del principio de igualdad a la baja. De acuerdo con ella, nadie puede tener unas prestaciones superiores a las que reconozcan los órganos centrales del Estado. Tal vez, así expresada, la idea pueda implicar cierto exceso, pero sin duda la legislación vigente se aproxima a ella. Por supuesto, todo el sector privado asistirá gozoso a una actividad legiferante que le genera un importante nicho de negocio allá donde las Administraciones Públicas no quieran o no se les permita llegar.

Sin duda, esta ola de normas restrictivas de derechos será superada, probablemente en un espacio de tiempo más o menos breve. También cabe esperar que el Tribunal Constitucional dicte unos pronunciamientos algo más ajustados y coherentes con el Estado complejo en el que se ha constituido el Reino de España. Pero el daño físico y moral que se les ha infringido mientras tanto a las clases más desfavorecidas ha sido lacerante, injustificado e innecesario.